La reforma judicial recién aprobada está hecha para desaparecer el poder judicial constituido, reemplazarlo por otro surgido de procesos electorales y sujetarlo al control disciplinario de un órgano híbrido constituido ex profeso. Todo ello con la finalidad declarada de servir de mecanismo anticorrupción.
Sin embargo, para realizar una alteración constitucional del Estado mexicano de esa magnitud hay que empezar por comprender la razón de ser de las reglas jurídicas y porque algunas reformas hacen sentido y otras no.
La sociedad moderna es un fenómeno histórico relativamente reciente. Todas las evidencias antropológicas apuntan que emergió de manera natural con el sedentarismo. Cuando una comunidad humana se asentó de manera permanente en un territorio para labrar la tierra y aprovechar una zona de caza se establecieron los cimientes de la sociedad moderna.
Notoriamente su gestación está íntimamente vinculada a la aceptación de reglas como base de esa convivencia social. Sin ellas, la imposición de la voluntad del más fuerte se traduce primero en sometimiento, luego en descontento y finalmente en inestabilidad.
Las reglas conllevan un mandato de realizar determinada acción o abstenerse de ella, con el objetivo de dirigir la conducta colectiva hacia un fin determinado. Ya que esa finalidad compartida otorga cohesión al grupo y establece el canon para que la convivencia social sea organizada y pacífica. Si todos comprenden que deben buscar su bienestar de manera colectiva hay orden y paz.
Pero organizar la vida colectiva hacia ese objetivo último de prosperidad general demanda la existencia de preceptos guía. Sin ellos la vida social deviene caótica y sin posibilidad de prosperidad general.
Por ello las reglas jurídicas constitutivas son indispensables para vivir en sociedad y de su esencia convencional se desprende que los mandatos legales fundamentales que no son debidamente consensuados o sobre los que se omite la pluralidad democrática devienen inequitativos.
Es indubitable que las reglas sociales parciales generan injusticia. Ya que la equidad sólo se alcanza cuando el mandato imperativo ha sido creado en un proceso imparcial que por ello no puede ser legítimamente denostado por nadie. En ese mismo sentido, sin el imperio de reglas jurídicas claras, precisas y justas no hay paz social.
El mecanismo jurídico para asegurar esas normas imparciales y justas es complejo. Se requiere para ello de un entramado lógico entre los preceptos del sistema legal que asegure justicia y conducción hacia el bienestar de todos.
Es decir, el derecho crea los entes estatales y les confiere el poder público necesario para gobernar. Pero su establecimiento plantea problemas serios sobre la forma correcta de guiar y controlar ese imperio. Adicionalmente, el mecanismo debe admitir la existencia de controversias y errores. Por lo que, para resolver todo ello se instaura un orden constitucionalmente jerarquizado que debe funcionar bajo estrictos principios lógicos de justicia.
Se piramida el orden normativo, ubicando en la cúspide a la ley suprema que sirve de guía y orientación de todas las demás y además de control último del correcto ejercicio del poder público.
Por esa razón, la Constitución General divide al poder estatal y hace que los titulares de dos de ellos (ejecutivo y legislativo) sean electos por el voto de los gobernados. Al tercero le quita la potencia de hacer cumplir sus propias determinaciones porque lo convierte en el árbitro de la vida colectiva normada.
La lógica del sistema legal, orientada por el principio de imparcialidad, conscientemente evadió en el poder judicial los procesos electorales con la clara intención de despolitizarlo. La razón de ello es impedir que las pasiones políticas interfieran con la labor del árbitro que debe ser objetiva, neutral y legal.
En caso contrario, ocurriría lo mismo que en los otros dos poderes estatales, las fuerzas políticas serían parte esencial de su integración y con ello las creencias partidistas contaminarían la justicia. Indubitablemente, justicia politizada, no es justicia.
Por lo anterior, se tornó imperativo preservar la independencia del poder judicial de los procesos electorales y de la influencia de las creencias políticas. No ha sido la falta de imaginación o de sabiduría lo que ha provocado que ningún país del mundo, incluidos los pioneros en el control constitucional de la potestad estatal, sometan a elecciones a todo su poder judicial. La verdadera razón es la comprensión cabal de las nefastas consecuencias de politizar la justicia y/o sujetarla a una ideología política a través de la selección de juzgadores por competencia electoral.
En la estructura constitucional moderna, que incluyó el axioma fundamental de “la revisión judicial” (Judicial review), la Suprema Corte es el exégeta final. El que puede decir vinculativamente cuando los actos de gobierno se ajustan al ordenamiento sistémico que es la Constitución General de la República.
Todos los actores políticos pueden opinar sobre lo que ellos estiman mandató el constituyente, pero únicamente ese órgano público judicial puede decir con fuerza vinculativa cual es el sentido de la regla superior.
Por lo que después de opinar, todos deben respetar la determinación del tribunal constitucional. Particularmente, los integrantes de los otros poderes deben sumisión al sistema de la revisión jurisdiccional de la constitucionalidad de sus actos. A ese deber jurídico quedaron sujetos cuando protestaron guardar y hacer guardar la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.
POR MIGUEL A ROSILLO
COLABORADOR
MAAZ