Cuando, en su obra Defenderse del poder, Ermanno Vitale habla de la “resistencia constitucional” concibe este esquema como la operación de un aparato complejo, diseñado para frenar el avance implacable de una “tiranía por ejercicio” que, revestida con los ropajes de la institucionalidad, pretende desviarse del cauce constitucional. Esta resistencia no puede entenderse como oposición —como la colisión de dos trenes a máxima velocidad— sino más bien como la fuerza centrípeta que preserva la unidad del todo, evitando que sus partes se precipiten sin control hacia el exterior.
Sin duda, la importancia de esta fuerza unificadora se olvida fácilmente en un contexto de paz y armonía, donde la inercia propia de la cotidianeidad bien puede darse por sentado. Pero su verdadera importancia sale a relucir cuando, derrumbadas las barreras de la civilidad y la convivencia cotidiana, las fuerzas caóticas se precipitan sin control.
Esto podría explicarse el contexto de 1917, en la ciudad de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, donde los abogados Humberto Ruiz y Saraín López, sentenciados sumariamente a ser ejecutados por un pelotón militar, sin mayor proceso o formalidad que la voluntad unilateral respaldada por la fuerza de las armas.
Recordemos que en aquellos tiempos, en no pocos rincones de la patria, las ejecuciones sumarias eran rutina que se repetía como pandemia, dejando huérfanos, viudas y luto en los hogares nacionales.
La noticia llegó rápidamente a oídos del Juez de Distrito Daniel Zepeda, quien de inmediato se trasladó al panteón municipal, donde tendría lugar la ejecución. El juez llegó a tiempo para detener el homicidio de Saraín López (su colega Ruiz no corrió con la misma suerte). Firmada en el primer pedazo de papel que el jugador encontró a la mano la orden de suspensión —aunque el requisito del sello requirió de una bizantina discusión con el comandante del pelotón—, Zepeda había logrado, con su nombre, cargo y pluma, salvar la vida de un ciudadano en desgracia frente a la tiranía impersonal e impasible de las armas en plena Revolución Mexicana.
Pero ¿qué clase de mística es ésta que permite a un hombre, solo y desarmado, contener el temible estruendo del poder bruto de las armas con violencia? ¿De dónde proviene y a quién podría representar? Para Vitale, la respuesta parece clara: como los antiguos éforos griegos, desde la perspectiva de Althusius, los jueces constitucionales representan algo más que un bando más en el caos perpetuo de la política ordinaria; representan la estructura institucional concebida para encauzar y contener el movimiento caótico que provoca la vitalidad social, con sus intereses contrapuestos y su interminable diversidad. En cierto sentido, son como las varas de control de un reactor nuclear: lo único que se interpone entre una fuente potencialmente interminable de energía y la devastación de una explosión incontenible.
La vida de juezas y jueces que no pasarán a la historia por cumplir con su labor para equilibrar el poder del rico lo mismo que del ímpetu del gobernante, quedarán en el olvido: La mayoría de las veces, sin que se les levante monumentos o se les reconozca su labor en la defensa del Estado de Derecho, que permita equilibrios sociales y la convivencia pacífica, alejando la anarquía y la tiranía de nuestras vidas, son como el oxígeno para los ciudadanos, no se ve, pero cuando falta la vida termina, la paz social desaparece y regresa con fuerza la superada ley del más fuerte.
POR JUAN LUIS GONZÁLEZ ALCÁNTARA
MINISTRO DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN
LSN