Imagínatelo. Esquivas a los pollos del patio, luego de checar si pusieron, porque el precio del huevo está por las nubes; esperas 25 minutos al metro, que ese día te trae una buena noticia, porque no hubo explosiones: Vitacilina, saboteadores, y que viva la Guardia Nacional; caminas cuatro cuadras, con cierta molestia en el glúteo por la curación con espinas de maguey que te hicieron en el IMSS pero lleno de entusiasmo, y llegas al escritorio en mitad del Zócalo con tu foto tamaño infantil, por ejemplo la que te sobró de las que se pegaban en la boleta de calificaciones hace años, o para el caso con la que sea –que la del pasaporte, que la de la maquinita cortada por tu esposa para que el tijeretazo no salga chueco–, porque es importante no incurrir en gastos superfluos. Así nos lo enseñó nuestro líder. Un Servidor de la Nación con el chaleco de Morena, mega amable, te invita a sentarte mientras teclea en una máquina de escribir –ya sabemos que las computadoras son un gasto innecesario de los que se quieren hacer muy modernitos, de los corruptos–. “Julio Patan Tovio”, escribe, y luego te pide fecha de nacimiento y comprobante de domicilio. Le enseñas el recibo de Gas Bienestar. “Uy, ¿no tendrá algo menos viejo?”, pregunta con muy leve preocupación. Pero sigue adelante. La democracia no se detiene en minucias. “No, no hace falta el CURP”, remata, y engrapa la foto al cuadrito de cartón. “Es que se acabó el Pritt, pero sí se la aceptan”, explica. Dígales que va de mi parte.
Las casillas responden a los principios más rigurosos de la austeridad republicana: una mesa de madera y una caja de cartón. Punto. No encuentras las boletas. “Cómo no, don Julio. Aquí las tiene”. Pasado un segundo de desconcierto, te das cuenta, con el pecho que te hierve de orgullo por pertenecer a la Cuarta Transformación de la Vida Pública, de cómo ha cambiado esto; de qué bonito es formar parte de la construcción de esta patria para todos. “Lo ayudo. ¿Por quién va a votar?”, pregunta con absoluta cordialidad la funcionaria de Gobernación, y escribe en la hoja en blanco: “Adan Ugusto Lopes”. “Fírmele donde quiera”, añade, mientras te extiende la boleta y la crayola. “También puede poner su huella. Sí, hombre, con la crayola. No se complique. Nomás no se la lleve porque es la única”.
Vuelves a casa con la satisfacción que da la ciudadanía participativa y consciente. “No creo que mi voto le haya costado más de cien pesos al pueblo”, te dices. “El dinero que ahorramos se puede ir al Tren Maya”, concluyes, sonriente, mientras aprietas el paso para alcanzar el final de la mañanera y tratas de convencerte de que el curandero que te atendió tiene que saber lo que dice y lo del glúteo no es una infección.
POR JULIO PATÁN
COLABORADOR
@JULIOPATAN09
PAL