Así rezaba una pinta en la pared de una de las tiras cómicas de Mafalda. El caso, sin embargo, es hoy más complejo. El fascismo, disfrazado de ultraderecha democrática, camina por los pasillos del Congreso de Estados Unidos, como pudimos ver en el reciente Estado de la Unión, donde las diputadas más radicales y dispuestas a seguir la mentira de que Trump ganó las elecciones acusaron a gritos a Biden tildándolo de mentiroso.
El tema de la censura o la prohibición es uno de los centrales para estos republicanos que ya han logrado que en 18 estados se prohíba enseñar conceptos “divisivos”, según los llaman (cuarenta y cuatro estados han propuesto la misma prohibición).
El caso de Florida es conspicuo, ya que allí el gobernador Ron de Santis, quien quiere lanzarse a la presidencia en 2024, ha llevado a ley la que llama Stop Woke Ban Act, que impide que se enseñen efectivamente ocho categorías de conceptos, incluyendo todos los que sugieran que “una persona, en virtud de su raza, color, sexo o nacionalidad, tenga alguna responsabilidad personal y deba sentir culpa, angustia u otras formas de ansiedad psicológica debido a las acciones en las que esta persona no tomó parte, debido a que fueron hechas en el pasado por otros miembros de su misma raza, color, origen nacional o sexo”. Un ejemplo: los linchamientos del KKK.
Esta ley por supuesto está dirigida contra la llamada Teoría Crítica de la Raza (enseñarla ya estaba prohibido antes en Florida). Ese concepto al que Sarah Huckabee Sanders se refirió al responder con inusual violencia verbal al discurso de Biden la semana pasada. Acusó a la izquierda de su país de haber sido secuestrada por una “banda Woke” (despierta a los abusos del pasado).
En Estados Unidos según una encuesta del PEN Club el 60% de los escritores se sienten incómodos, perseguidos y se autocensuran. Esto es, por supuesto, resultado del mismo fenómeno. En cientos de distritos escolares del país ya existen listas de libros prohibidos, como en la época de la inquisición. Pero, como dije, ya fuimos un paso adelante: ahora no solo se prohíben los libros, por peligrosos, sino las ideas, los conceptos mismos.
El último rifirrafe en este sentido ocurrió cuando el propio DeSantis decidió eliminar un curso avanzado de preparatoria (equivalente a un curso universitario), de Estudios Afroamericanos, diseñado por el College Board, una institución que tiene lo suyo de elitista y racista (además de ser una corporación multimillonaria).
En los últimos días como respuesta han rediseñado su curso, haciendo una versión “light” donde los temas más controvertidos son “opcionales” y se agrega un apartado para el ensayo final sobre el conservadurismo negro en Estados Unidos.
La polémica seguirá, seguramente. El escritor Ta-Nehisi Coates ha dicho claramente que lo que molesta es tratar temas que incomodan a la minoría blanca del país en función, precisamente, del pasado histórico, ese que a toda costa quieren ciertos gobernadores republicanos erradicar de las escuelas.
La inquisición también prohibió en su momento que se leyeran o escribieran novelas en lo que hoy es América Latina. Hace pocos días Mario Vargas Llosa ingresó a la Academia Francesa, el primer escritor en hacerlo sin ser franco hablante. Y allí dijo que la novela puede salvar a la democracia o perecer si esta desaparece. Lo que está en juego cuando se prohíbe pensar, disentir, leer, es precisamente la democracia misma.
La posibilidad del disenso en sociedad, del respeto al otro y a su diferencia. No se trata, como apunta la ultraderecha, de una guerra cultural, pues en democracia el pluralismo es central.
En Florida los profesores son criminalizados por incluir estos temas o por decirle a un joven que así se define, gay, o por aceptar a las personas transgénero. Debemos defender con todo lo que esté a nuestro alcance el poder pensar y decir distinto, intentar vencer la autocensura y buscar un mundo donde el racismo sistémico no se convierta en ley. Como bien sabía Quino, lo más importante es prohibir que se prohiba.
POR PEDRO ÁNGEL PALOU
COLABORADOR
@PEDROPALOU
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