COLUMNA INVITADA

Eros y Leviatán. Cuando el Estado juega a ser cupido

La realidad aporta sucesos verídicos en los que el Estado, por medio del Derecho, se entromete en los asuntos del corazón. Ese es el caso de las llamadas leyes discriminatorias que prohíben el matrimonio entre personas de razas diferentes

OPINIÓN

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Juan Luis González Alcántara / Columna Invitada / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Especial

La literatura está plagada de historias de amantes sinceros con finales trágicos: el idilio shakesperiano de Romeo y Julieta; el clásico griego de Dido y Eneas; los amores eslavos de Anna Karenina y Aleksei Vronsky; la delicia art déco del Gran Gatsby y Daisy Buchanan. Hasta la historia misma del patrono de los enamorados, San Valentín, es trágica, pues no por nada logró la canonización gracias al martirio.

En todo caso, la tragedia es imputable al Estado o, en última instancia, a un poder político y social intrusivo, llámense Capuletos y Montescos, la guerra troyana, los convencionalismos feudales zaristas o una idea equívoca de la justicia por propia mano.

Pero esa pésima combinación entre Eros y Leviatán no es privativa de la fértil imaginación literaria. La realidad aporta sucesos verídicos en los que el Estado, por medio del Derecho, se entromete en los asuntos del corazón. Ese es el caso de las llamadas leyes discriminatorias que prohíben el matrimonio entre personas de razas diferentes.

Curioso, pero cierto, pese a una tradición de más de 300 años de mestizaje, México no está exento de episodios de discriminación racial. Uno de ellos, convenientemente olvidado, fue el odio racial hacia la muy importante comunidad china en el norte del país. El propio general Calles era partidario de ese repudio hacia la población china que habitaba sus feudos sonorenses. En 1923 se aprobó la Ley 31 de Sonora, según la cual, se prohibía el matrimonio interracial entre hombres chinos y mujeres mexicanas, incluso cualquier intimidad entre ellos y, peor aún, comprendía a los varones chinos con nacionalidad mexicana por naturalización. Una clara discriminación por partida doble: reflejo de una idea torpe de nacionalismo con ciudadanos de segunda y resguardo de subterfugios al machismo tradicional, pues es obvio que los varones mexicanos sí podían, no sólo contraer matrimonio, sino intimar con las mujeres chinas.

Aunque hubo jueces de la talla de don Arsenio Espinosa, quien concedió el amparo y, en un principio, la propia Suprema Corte de entonces lo hizo –aunque de forma tardía–. Por razones que se desconocen, la Corte cambió de criterio para negar el amparo, basada más en cuestiones técnicas de federalismo y no en los principios de igualdad y libertad establecidos en la Constitución de 1917. Queda agazapada la sospecha que carcome: casualmente esto transcurrió durante el apogeo del Maximato.

Otro caso que deja entrever esa miseria es la causa –paradójicamente llamada– Loving v. Virginia, U.S. 1 (1967). Mildred Dolores y Richard Perry, ella mujer afroamericana y él hombre blanco, ambos Loving, casados y con hijos. En plena lucha por los derechos civiles en EU, la Corte declaró inconstitucional todas las leyes que prohibían los matrimonios interraciales.

Para colmo, en la actualidad resulta sorprendente cómo se sigue discutiendo la validez o no de los matrimonios de personas del mismo género. La lista es interminable, pero siempre queda algo esperanzador: entre Eros y Leviatán hay un abismo porque el segundo no puede ni debe jugar a cupido.

POR JUAN LUIS GONZÁLEZ ALCÁNTARA
MINISTRO DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA

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