Al alba caminaba a la orilla del mar. Sobre la fina arena blanca, sus pies descalzos jugaban huidizos y arrogantes con las olas, permitiendo a ratos que sus acuosas reminiscencias los besaran. A veces por lástima también se dejaba lamer por la espuma que, jadeante, presurosa y sofocada, los intentaba alcanzar junto con su más seductora arma: su brisa, esa brisa mezcla perfecta de aroma a sal y a sirena en éxtasis. Cuando las olas llegaban tarde a sus pies se conformaban con besarle las huellas y la sombra y no era extraño que diminutos remolinos de agua llenaran esas efímeras hendiduras hasta hacerlas desaparecer.
Las horas habían pasado; el cuarto menguante reinaba en el cielo dando al mar esos reflejos negros y plateados típicos de una noche a media luz. Desde la duna más alta, una criatura en celo mitad Hati mitad Luperca aulló suplicante, palpitante… a su llamado acudieron prestas las estrellas de mar; salieron y formaron un lecho. Permanecieron calladas, tibias, casi secas e inmóviles; mientras esperaban, observaban –ignorantes beldades narcisistas– con ternura y embeleso a las estrellas que, inanimadas celestinas, brillaban desde lo alto confundiéndolas con su reflejo. Las aguas se agitaron con júbilo, el mar se picó danzarín al tiempo que produjo esos, sus misteriosos tonos de contrabajo, canto del mar, que provocan, en el resto del paisaje, un recogimiento humilde, frágil y solemne ante el contorsionista acto de la noche, acto en que muere al mismo tiempo que renace; entonces, robado de sus instintos, exacerbado de sus impulsos, el híbrido se dejó llegar corriendo al mar; una ola completamente abierta e imponente la recibió, lo envolvió, la elevó, lo besó, la meció, lo estremeció, luego la remolcó y finalmente… lo escupió.
Moribundo, como pudo, llegó al lecho estrellado… ellas, fingiéndose trémulas y desoladas, le preguntaron disonantes al oído “¿Qué eres?” Y eso no lo pudo responder. Desfallecientes, sus ojos, otrora luceros boreales, no le daban para más; no logró distinguir si lo que ahora tenía eran patas o pies… una cosa era segura: al mar saciado, lo que fue y devino, poca cosa le importó.
Para las impacientes estrellas necrófilas, el último casi imperceptible suspiro en que se rompe el lazo entre el alma y la vida sonaba tan fuerte y contundente como los tambores que sustentan el ¡Hakkaa päälle! de la guerra; prestas engulleron, bebieron y rieron hasta hartarse de aquel cuerpo del que no dejaron ni rastro, ni huella, ni charco; no quedó ni ceniza ni mota de polvo… ni siquiera la parda obscuridad de su sombra. Contentas, gordas y altivas, como soldaditos de plomo volvieron al hogar profundo, agradeciendo a su nodriza el festín con sabor a-mar.
PAL