CÚPULA

Dos estampas de Elena Poniatowska

Cuando una literatura tiene espíritu resulta mágica, la obra de la periodista lo tiene

CULTURA

·
Poniatowska también es autora de Leonora, donde cuenta la historia de una mujer indomableCréditos: Leslie Pérez

Supe de Elena Poniatowska no porque la hubiera leído, pues en esos días mi conocimiento del mundo literario iba más bien con Tom Sawyer en su viaje en globo, sino porque por segunda vez en mi vida me encontraba en mi casa con unas cajas de juguetes que no eran para mí. La primera habían sido unos regalos de un amigo de mi padre para sus hijas. Polo Duarte, no lo he visto nunca más pero aún recuerdo su nombre, tenía tres hijas un poco menores que yo, vecinas nuestras en Mixcoac, que algunas veces entraban a jugar con mis hermanas, la menor de ellas con una especie de arbolito en la cabeza. La mamá se veía buena gente, pero me dejó desconcertado enterarme de que no permitía que sus hijas vieran a su padre. Nunca antes había sabido que alguien se permitiera causar un daño tan gratuito. La segunda vez que me encontré con unos juguetes que tampoco esta vez eran para mí, el que tenía cara de desconcierto era mi papá. En esta ocasión había sido él quien los había comprado, para los hijos de una señora que se llamaba Elena Poniatowska. Esta persona, me contó, había tenido la gentileza de corregir algunos exabruptos que él se había permitido decir acerca de la ineptitud de ciertos directivos del Instituto Nacional de Cardiología, donde él era investigador en hormonas. No me refiero al Dr. Ignacio Chávez, a quien mi padre quería y admiraba, sino a uno de esos cardiólogos de segunda generación que por ahí pululaban, como el Dr. Jorge Soní, de cuya inoperancia y prepotencia tanto sufrió esa institución ejemplar a la muerte de su fundador. ¡Una escritora le había hecho una entrevista! Conservo este recuerdo por la cara de preocupación que tenía mi padre, pero también porque era la primera vez que sabía de alguien de carne y hueso que estuviera detrás de las palabras que aparecían impresas, ya fuera en periódicos o en libros. Me pareció mágico. He de confesar que me lo sigue pareciendo, cuando una escritura tiene duende, lo cual no pasa muy seguido. Y Elena Poniatowska, lo constato cada vez que la leo, lo tiene. Algo hay en la organización de sus palabras que casi siempre me hace sonreír, aunque esté hablando de cosas serias, como en Querido Diego, te abraza Quiela, que me sigue estremeciendo.

Me he cruzado muchas veces con Elena y he de confesar que casi nunca he hablado con ella. No ha habido oportunidad, es cierto, pero tengo que decir también que yo tampoco la he buscado. No sé bien cómo acercarme a quien no conozco, y menos si es importante. Un día, sin embargo, hace no muchos años, la vi sentada en una mesa de un hotel, desayunando, sola. Ya se había ido todo el contingente de escritores mexicanos invitados a la Feria del Libro de Londres, y los últimos rezagados éramos ella y yo, ella porque venía regresando de la Tate Gallery de Liverpool, de dar una charla en la exposición de Leonora Carrington, y yo porque había ido a Cardiff a presentar un libro de poemas que me tradujo mágicamente (perdón por la repetición del término) la poeta escocesa Anna Crowe. Por un instante dudé en acercarme, pues invariablemente asumo que nadie sabe quién soy, y pensé sólo iría a importunar. Pero también pensé que si me sentaba en otra mesa podría verse como una descortesía, lo cual me parecía todavía peor. Así que me acerqué a su mesa y le pregunté si no le importaba que la acompañara a desayunar. Me dijo muy amablemente que no, y entonces me felicitó por algo que yo había escrito. Ahora fui yo el que se quedó desconcertado. Asumí que me ubicaría como otro de los mexicanos que por ahí andábamos, pero nunca pensé que supiera de mi existencia. Fue un desayuno muy grato, que diría mi madre, y me fui de ese hotel a pasear por Londres con una sonrisa, la misma con la que la leo.

PAL