CÚPULA

Relatos: El hilo negro

Un escritor que sufre el síndrome de la página en blanco encuentra algo que le cambia la vida y lo lleva a contar una de las historias más increíbles

CULTURA

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Relatos: El hilo negroCréditos: Especial

Era miércoles. Mentira. Era jueves. Todavía se acordaba de la primera vez que lo vio, era de alguien más, pero sintió que le había pertenecido siempre. A su lado pasó las mejores noches de su vida y los mejores días, también los mejores días. Van a pensar que soy una frase trillada, pero encontró todo lo que estaba buscando. Leerlo entre líneas fue una odisea que lo llevó a darse cuenta hacia dónde iba. No tienes que inventar el hilo negro, ¡cuántas personas lo dicen sin saber a ciencia cierta o falsa lo que significa! Y no por eso deja de ser una verdad irrefutable, al menos para los que les gusta vivir e inventar otras vidas y otros sueños, para los que creen en la suspensión de la incredulidad. Se acabó la página en blanco, dijo absorto en su nube de ideas. De pronto y sin aviso, se cayó de la cama; quizás por emoción, fascinación, fanatismo o frenesí. Gabo, como le decían sus cuates, no podía creer lo que tenía entre sus manos, hace mucho que un libro no lo conmovía hasta dejarle la piel como gallina. Aquellas hojas de papel habían abierto puertas y ventanas que no creía que existieran, encontró un laberinto en el que podía habitar y perderse al mismo tiempo, descubrió una nueva forma de ver su propio universo de historias y personajes. Todo era culpa de Álvaro Mutis, que llegó un día sin pedir permiso con un montón de libros y le aventó uno diciéndole: ¡Lea esa vaina, para que aprenda! Y aprendió bien, tanto tanto que ahora lo recitaba de memoria. Desde Metamorfosis de Kafka no había leído algo que lo arrollara y lo sacudiera de tal manera. Francamente, estaba obsesionado con Comala y su poesía. Susana San Juan no lo había dejado dormir por las noches y el padre Rentería era un fiel acompañante de su insomnio; Juan Preciado y Miguel Páramo, los compinches que lo arroparían desde entonces en sus desvelos. Gabo le dio un beso a la portada del libro Pedro Páramo y volvió a leerlo, como si quisiera deshilvanar todos sus secretos, toda su magia: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo”. El asombro se le caía entre párrafo y párrafo, de alguna manera, había encontrado su lámpara maravillosa.

Cuando terminó de leerlo, abrió otro libro, El Llano en Llamas, y dijo:

—Hasta el nombre es perfecto, la música de la “ll”, Rulfo es un maestro de la sonoridad.

 Mercedes, su esposa, se tapó los oídos con la almohada. 

—Duérmete ya, Gabo, por favor. Te vas a volver a caer de la cama, tu obsesión me está sacando ojeras.

Muchos años después, y no precisamente frente al pelotón de fusilamiento, Gabriel García Márquez había de recordar aquella tarde en la que la obra de Juan Rulfo lo ayudó a salir de un callejón sin salida, mostrándole la brecha para continuar sus libros. Comala lo llevaría a desentrañar Macondo y a darle vida a los Buendía hasta crear Cien años de soledad. Era miércoles. Mentira. Era jueves.

Por Mariola Fernández

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