En el interior de una habitación una mujer mira su rostro, su cabellera negra cubre sus pechos y una diagonal de luz despeja de las sombras su silueta, sentada extiende sus piernas con los pies descalzos, vestido su cuerpo un rebozo yace a sus costados; un destello fulgurante de luz blanca ilumina sus ojos, de un trazo limpio la imagen captura las sinuosas curvas de su perfil indígena.
El escenario pudiera parecer premeditado, todo me dicta que una naturalidad doméstica subyace en su interior y, en el preciso momento en que la luz cubre parte de su cuerpo, Manuel captura el instante exacto, fugaz, es el intersticio donde la mirada trasmuta para congelar lo que nunca volverá a existir, el efímero presente se eterniza, flota la imagen en un claroscuro, juego de luz y sombras, silueta y volumen, textura degradada, tonalidad en blanco y negro donde la composición y el encuadre gravitan en sus brazos; la línea que divide la luz de la obscuridad atraviesa la escena y un ángulo recorre su figura, la pose mitiga el contraste, el todo se hace unicidad y aparece el “retrato de lo eterno”.
Manuel Álvarez Bravo poseía una visión diferente del quehacer con la lente, la fotografía como oficio autodidacta le permitió errar y probar de nuevo hasta alcanzar lo que quería; no son campesinos y obreros, animales y ventanas, mujeres y hombres, para él eran pretextos para apuntalar una manera diferente de observar, inusuales formas de ver el mundo. Las imágenes que de su mirada surgen son improntas que solo un hombre sensible, y sencillo pudo capturar, Manuel decía que había que fotografiar lo que se ve, no lo que se piensa, por eso mientras él camina posa su mirada en los objetos, los cambios que la luz provoca, la movilidad de las sombras, las tonalidades escondidas en los pliegues. Las fotografías de Álvarez Bravo son poesía, y así habrá que sentirlas.
En esta fugaz y líquida modernidad la fotografía ha trasmutado a una insulsa nimiedad del momento, permanencia gráfica que busca detener la voracidad contemporánea, con herramientas digitales todos toman fotografías, las auto fotografías pretenden hacernos eternos, mientras tomamos una foto dejamos atrás el prodigio de observar, nos gana la velocidad que se esfuma y, en una obtusa necedad de permanecer para ser vistos, nos perdemos el milagro de lo bello. Él fue quizá uno de los más grandes artistas de la lente del siglo XX, habrá que regresar a sus fotografías para aprender a ver, no para captar con la mirada puesta en instrumentos digitales, sí con los mejores utensilios que la naturaleza nos legó: nuestros ojos.
En estas fechas que honramos la memoria de Manuel Álvarez Bravo a 20 años de su ausencia bien vale la pena detenernos para observar con cautela, sin prisa, dejemos que nuestra mirada se pose en las sombras, que recorra el camino de las nubes y los niños jugando, las mujeres de nuestra tierra y los viejos sentados. Hagamos caso a lo que el filósofo coreano Byung-Chul Han nos dice: “La crisis sobre el tiempo en la posmodernidad no tiene porqué traer consigo un vacío temporal, pero para ello se necesita un cambio, es decir que la vida activa acoja nuevamente a la vida contemplativa”. Atrapemos los instantes con la mirada, como lo hizo Álvarez Bravo.
PAL