Este comienzo llevaré un collar de perlas, y eso será lo único. Cubrirá las cicatrices de dos pechos que quisieron ser pequeños, pero reales. También cubrirá los lunares que, en el espejo del iris, he contado tantas veces. El sudor del esfuerzo por ejercitar un cuerpo cubierto por una piel llena de recuerdos, fantasías y deseos.
Llevaré un collar de perlas que simbolice cada año bien vivido, malhadado, aprendido, sufrido y reído. Maldecido por la ausencia del abrazo de mi madre, quien olvidó enseñarnos cómo no extrañarla en cada comienzo y en cada fin. Pero nos enseñó a reír, y esa risa ha hecho que las perlas se muevan, resonando con la alegría que, aunque fugaz, silencia la tristeza de mi alma por su ausencia.
Hoy, como en cada comienzo, desearía que el mundo y su maldad no interrumpieran a quienes escuchamos las perlas que llevamos, esas que resuenan con nuestros deseos más profundos de ser mejores seres humanos. Que nuestro impulso por florecer no se detenga, que no existan más risas congeladas y que podamos llenarnos de compasión.
La risa de mis hijos llena ese vacío, al igual que la anticipación del futuro nacimiento de Sofía, mi sobrina. Cada perla en el collar refleja el ciclo de la vida, recordándome que, al final, de aquí no nos llevamos nada más que lo vivido, lo gozado y lo amado.
El collar de perlas que llevamos no es sólo un adorno, sino el reflejo de la vida misma. Cada perla se forma a partir de una adversidad, de esas partículas inesperadas que se incrustan en nuestra existencia, irritándonos, desafiándonos y, a veces, lastimándonos profundamente. Pero, al igual que el molusco, tenemos la capacidad de responder, de envolver esos momentos difíciles con capas de fortaleza, aprendizaje y amor.
La vida, con sus desafíos, nos transforma. Cada adversidad superada se convierte en una perla, brillante y única, que se suma a nuestro collar personal. Este proceso es lento y constante, como la paciencia de la ostra al crear su tesoro. Cada risa que suena, cada lágrima que cae, cada lección que aprendemos es una capa más en la formación de este símbolo de resiliencia.
El collar de perlas que llevamos es un recordatorio de que las dificultades no nos definen por lo que nos quitan, sino por lo que nos permiten construir. Al final, las perlas representan los ciclos de la vida: lo que hemos vivido, lo que hemos gozado y, sobre todo, lo que hemos amado. Así, nuestras perlas no sólo son adornos; son testigos de nuestro viaje, un homenaje a la capacidad humana de convertir la adversidad en belleza.
Y al festejar mi cumpleaños el 1 de enero, siento como si mis ciclos se unieran con los de la tierra, renovándose cada día más. Cada inicio simboliza un ciclo que se une al eterno flujo de la vida, recordándome que todo lo que vive nace con el impulso de florecer y ser parte de algo más grande que sí mismo.
Querido lector, ¿logras escuchar tu collar?
POR MÓNICA SALMÓN
@MONICASALMON_
PAL