“Con los pobres de la tierra quiero yo mi suerte echar.” – José Martí
Históricamente, la migración ha sido parte natural de la humanidad: las personas se desplazan buscando mejores condiciones de vida, huyendo de la violencia o escapando de contextos económicos asxiantes. Sin embargo, cuando los gobiernos adoptan políticas de repatriación masiva, se maniesta una desconexión entre los ideales de justicia y las acciones concretas. La expulsión de migrantes, en lugar de ser un proceso humano y respetuoso de derechos, se convierte en una estrategia de control político, a menudo disfrazada de medidas de seguridad nacional.
El politólogo Noam Chomsky advierte cómo los discursos del poder moldean la percepción pública, justicando prácticas que priorizan la seguridad del Estado sobre la protección de las personas. Las repatriaciones, vistas bajo esta óptica, no solo constituyen un fracaso de la cooperación internacional, sino una forma de violencia simbólica y estructural que estigmatiza al migrante, reduciéndolo a cifras en informes gubernamentales y titulares sensacionalistas.
El problema de la repatriación masiva va más allá de las fronteras y los gobiernos. Es, ante todo, un asunto ético. Los migrantes retornados con frecuencia enfrentan condiciones de vulnerabilidad extrema: desarraigo, desprotección legal y, en muchos casos, riesgos inmediatos para su integridad física al ser devueltos a contextos inseguros o empobrecidos. Esta realidad demanda una respuesta integral y coordinada que trascienda la simple aplicación de normativas migratorias y que se enfoque en la protección de los derechos humanos.
Los países receptores tienen una responsabilidad que va más allá de la contención o la expulsión. Los verdaderos desafíos comienzan cuando se enfrenta la repatriación desde una perspectiva humanitaria: ¿Se garantiza la seguridad de quienes son retornados? ¿Se les ofrecen oportunidades para reintegrarse a sus comunidades de origen? ¿O son simplemente desplazados de un lado al otro de la frontera, despojados de toda identidad y dignidad?
Abordar la repatriación de manera responsable implica no solo garantizar que los procesos sean transparentes y respetuosos, sino también comprender las causas estructurales que la provocan. La pobreza, la violencia y la desigualdad global son factores determinantes que no pueden resolverse con medidas punitivas o políticas de contención. Los estados deben promover políticas de reinserción social, acceso al empleo y educación para quienes regresan, evitando la estigmatización y el abandono institucional.
En lugar de reducir la migración a un problema de seguridad, es necesario replantearla como una cuestión de justicia global. Las naciones que participan activamente en la repatriación deben asumir una corresponsabilidad histórica, pues la expulsión no ocurre en el vacío: es parte de un entramado donde las decisiones económicas y políticas de los países emisores y receptores convergen.
Se requiere voluntad política, cooperación internacional y, sobre todo, la comprensión de que la repatriación es mucho más que el regreso forzado de una persona: es la prueba de los valores y principios de una sociedad que se dice democrática y justa.
POR JORGE CUÉLLAR
PAL