Ayer comencé el día pensando en pornografía, lo que es excepcional en quien nunca ha sido su consumidor asiduo. No por moralina sino por sentido del ridículo: las premisas absurdas, la calentura calisténica, el entusiasmo monomaniaco me mueven menos a lujuria que a risa. Sin embargo, el Zeitgeist me condujo a pensarla: la primacía mediática del caso Pélicot –el francés que a lo largo de 10 años drogara a su mujer a intervalos para someterla a la violación de 72 desconocidos– me instaló de lleno en el terreno de lo pornográfico y me llevo a releer un libro seminal (con perdones) para pensarlo: La ceremonia del porno (Anagrama) de Andrés Barba y Javier Montes.
En un 2007 asaz temprano, los autores dedican un capítulo a lo que llaman ya desde entonces la “democratización del porno”: merced a los teléfonos celulares y a internet, hoy no sólo podemos consumir todo el porno todo el tiempo sino protagonizarlo y aún producirlo. Lo mismo sucede con el resto de lo que millennials y centennials llaman contenido y cuya creación reivindican: ya no sólo Siskel & Ebert prodigan pulgares a las películas, no es más la cocina prerrogativa exclusiva de Chepina y no es ya preciso ser Linda Lovelace o Rocco Sifredi para exhibir el propio cuerpo –por adiposo o añoso que resulte– con todo y sus extravíos eróticos; tampoco, por lo visto, para producir espectáculos sexuales con cuerpos ajenos, ya voluntarios, ya –horror– sometidos.
“Es el signo de los tiempos” pensé apenas horas después – y tras grabar para El Heraldo Podcast una discusión con Naief Yehya sobre el caso Pélicot como fenómeno pornográfico– al enterarme de la detención del músico Sean Combs –conocido en sus y mis años mozos como Puff Daddy y que hoy va por la vida con el mote de Diddy– por cargos de crimen organizado, asociación delictuosa y tráfico sexual, derivados de un cúmulo de denuncias de mujeres participantes en orgías a las que el músico se refería como “freak offs”.
De manera improbable, el setentón francés suburbano de clase media y el rockstar estadounidense millonario parecen compartir una erótica y sus antivalores: reclutar contra su voluntad y drogar a una o varias mujeres para obligarlas a tener sexo con otros hombres –los de Pélicot reclutados vía internet, los de Combs contratados– y filmar el resultado personalmente a fin de constituir un acervo privado.
En un tiempo en que la masculinidad está a debate –y acaso a juicio– los casos Pélicot y Diddy apuntan a la urgencia de una reflexión sobre el porno como modo acaso omnímodo que parece haberse apoderado ya no sólo de la imaginación sino del proceder de hombres en todo el mundo. La pregunta es cómo conciliar sociedad de libertades y erótica ética en la era digital. Es un problema a tomar con toda seriedad entre ambas manos.
POR NICOLÁS ALVARADO
COLABORADOR
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