Siempre he creído en la meritocracia. Al menos en principio, me parece el mecanismo más justo para recompensar el esfuerzo y el talento. El problema es que, en la práctica, no son siempre los mejores quienes ocupan los primeros puestos.
Ejemplo de ello son los resultados del SAT, un examen ampliamente usado en Estados Unidos para las admisiones universitarias. Un análisis de los resultados de estudiantes que se graduaron en la década de los 2010 muestra que, mientras que un tercio de los alumnos en el 0.1?% más rico obtuvo un puntaje considerado alto (1300 puntos), únicamente 0.6?% de los estudiantes del quintil más pobre alcanzó ese nivel.
Se puede criticar la metodología con que se construyó el examen e, incluso, que las universidades siquiera lo exijan como requisito de admisión. Sin embargo, ello no oculta el hecho de que los hijos de familias ricas están, en general, mejor preparados para su paso por la educación superior. Lo mismo se puede afirmar en el caso mexicano.
Esto no quiere decir, lógicamente, que los niños ricos se esfuercen más o sean más talentosos que los pobres. La disparidad es producto de desigualdades que aparecen muy temprano en la vida. Como afirman Roberto Vélez y Luis Monroy-Gómez-Franco, “las condiciones para hacerse de las credenciales que el mercado valora no son las mismas para todos”, además de que “dicha valoracio´n premia o castiga de acuerdo con las diversas circunstancias de cada uno, entre ellas el estatus econo´mico y educativo de origen […]”.
En este sentido, los exámenes de admisión a la universidad no son causa, sino síntoma del problema. Cuando las autoridades educativas intervienen para paliar estas desigualdades, a menudo ya es demasiado tarde. Esta situación se ha acentuado con la tendencia pospandémica a inflar las calificaciones, lo que oculta las carencias académicas de muchos estudiantes al ingresar a la educación superior.
La solución es simple: para que todos tengan, como dicen Vélez y Monroy-Gómez-Franco, “oportunidades que les permitan, con base en sus preferencias, alcanzar y aprovechar todo su potencial”, es necesario atacar las desigualdades tan pronto como sea posible.
Esto implica la implementación de programas que reduzcan el rezago —en particular el de habilidades fundamentales— durante el horario escolar, pero también fuera de él. El aprendizaje en tutorías después de la escuela o en las vacaciones de verano, por mencionar algunos ejemplos, no tiene por qué estar limitado a unos cuantos.
POR ANTONIO ARGÜELLES
COLABORADOR
@MEXICANO_ACTIVO
PAL