Uno de los elementos sustanciales que perfilan y definen a un Estado como constitucional y democrático, en tiempos contemporáneos, es la existencia de una garantía institucional que resguarde el ordenamiento jurídico y vele por los derechos fundamentales frente a los embates de las mayorías parlamentarias y de los distintos tipos de Gobiernos.
Esa garantía institucional, como lo plantea Ferrajoli, recae en los Poderes Judiciales. También, como lo señalaba Kelsen: la garantía de la Constitución debe ser jurisdiccional, frente a los cantos de sirenas –como escribió Carl Schmitt– que pugnaba por endiosar al Canciller alemán como defensor de la Ley Fundamental –nada menos que Adolf Hitler–.
Resultan falaces también aquellas voces que alardean con intensidad del respaldo democrático de parlamentos y gobiernos como encarnaciones mismas del espíritu popular, frente al anodino origen de jueces y magistrados carentes de legitimidad democrática. Este tipo de argumentos son sin temor a equivocarnos incompletos como irracionales, porque no dicen que la justicia debe estar libre de toda convicción política que pudiera enturbiar el criterio objetivo e imparcial de quienes la imparten.
A pesar de ello, estos razonamientos esgrimidos han dado cauce a propuestas trasnochadas y reiteradas que pretenden despojar de funcionalidad y utilidad a juzgados y tribunales. Uno de los aspectos fundamentales en que se expresa la seguridad jurídica de todo individuo en una democracia –incluso, en una sociedad inhóspitamente hobbesiana– es la firmeza y definitividad de las sentencias y decisiones de juzgados, salas, tribunales y cortes.
A manera de nuestro comentario Democracia y tribunales constitucionales, del pasado mes de enero, generosamente publicado en El Heraldo de México, con pesar y horror atestiguamos cómo el Parlamento de Israel ha aprobado en primera instancia, la reforma judicial que conculcaría en muchos aspectos la independencia de su Corte Suprema. Uno de los puntos que en concreto debe destacarse de esa regresiva como aberrante reforma es el siguiente: las decisiones de la Corte Suprema podrían ser revocadas por una mayoría simple de la Knesset (parlamento israelita), haciendo factible el sueño de cualquier dictadura.
Esto es, si la decisión judicial no satisface los vaivenes pendulares de la política parlamentaria y/o gubernamental, sin necesidad de dar razonamientos jurídicos, una simple votación de los representantes populares, bastaría para echar abajo cualquier sentencia judicial. Como en cualquier dictadura - de derecha e izquierda - se pretende romper con todo el basamento dogmático e institucional de los pesos y contrapesos, de la revisión judicial, del control constitucional, de la separación del poder público, así como de los principios de definitividad, cosa juzgada, seguridad jurídica y lo que podría ser gravísimo: la independencia judicial.
Lo más descabellado de este sin propósito que refleja prístinamente semejante pseudo reforma es una politización de la justicia. Ni siquiera los mejores cuentistas lo podrían llamar justiciabilidad de la política. Aristóteles consideraba que la ley educa expresamente a los gobernantes. La ley del más débil ya no tendrá jueces ni en Berlín, ni en Tel-Aviv, sino un peligroso asambleísmo jacobino.
POR JUAN LUIS GONZÁLEZ ALCÁNTARA
MINISTRO DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN
PAL