En el siglo pasado, “izquierda” era una mala palabra para las clases medias. Alguien se decía de izquierda e ipso facto se manifestaba un coro en el que cabía detectar las palabras “comunista”, “dictadura” y “ayquemiedo”. (Rara vez se oía “comeniños” pero aventuro que sólo por pudor.) La izquierda que imaginaba el (pequeño) burgués del Occidente de aquella época no era la socialdemócrata de Léon Blum y Willy Brandt sino la soviética o la castrista. Y la condenaba con celo casi mccarthyista.
Hoy, al amparo de la revolución digital, de las reivindicaciones identitarias, del nuevo auge del feminismo y de la crisis de la democracia liberal, “izquierda” ha devenido una buena palabra. El progresismo se prestigió y el colectivismo se puso de moda, lo que ha llevado a que toda suerte de corrientes políticas busquen cobijarse bajo su égida. Por cada Macron que se reivindica “ni de gauche ni de droite”, hay una Jacinda Ardern (socialdemócrata y feminista moderada) o un Jean-Luc Mélenchon (orondo populista) que reivindican para sí y para su partido, movimiento y/o gobierno la etiqueta de izquierda.
En paralelo a este fenómeno ha advenido un auge de proyectos de “democracia iliberal” o, en términos más llanos, de populismos. Estos son condenados a escala global por esa misma clase media ilustrada… pero no en redondo.
Visto en las páginas de The Guardian y en los debates entre intelectuales extranjeros en la FIL Guadalajara: la descalificación inmediata, articulada y justificadísima de todo populista de derecha (Trump, Bolsonaro, Orbán, Erdogan) pero una reticencia a hacer lo propio con algunos que se dicen de izquierda (Kirchner y sucesores, Pablo Iglesias o, sí, López Obrador). No es que los opinadores extranjeros salgan en su defensa; es que evitan hablar de ellos, acaso por resultarles la mera noción de populismo irreconciliable con la palabra que hoy encarna el Zeitgeist.
La excepción a esta regla es, claro, el chavismo: tan innegablemente antidemocrático, tan cercano al modelo (y al gobierno) cubano que no hay manera de que un demócrata pueda eludir su condena. Desde hace unos días el llamado Plan B de destrucción de nuestro órgano electoral autónomo ha conferido a México el mismo dudoso estatuto.
No lo digo yo. Lo han dicho The Atlantic y el Financial Times, el L.A. Times y el New York Times y, más importante, el Partido Demócrata y el Republicano, en la Cámara Baja y en el Senado, en Estados Unidos. En Francia, el cotidiano de derecha –Le Figaro– y el de izquierda –Libération, fundado por Sartre– dan idéntica lectura a la intentona del gobierno contra el INE: un atentado contra la democracia.
A la percepción internacional del regimen se le acabó la fuerza de la mano izquierda. Si la razón subyacente no fuera la peor posible, diría que son grandes noticias.
POR NICOLÁS ALVARADO
COLABORADOR
IG: @nicolasalvaradolector
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