Emma está furiosa. La boda de su hijo, Enrique, será el próximo sábado, en la ciudad de Oaxaca, de donde es originaria la familia de la novia. Sentada en el filo de uno de los sillones de mi consultorio, me dice:
–¿Por qué en Oaxaca? Lo hicieron a propósito, para que no vayamos. ¡Si toda nuestra familia está en la Ciudad de México!
Quique está haciendo las cosas muy mal, desde el principio. ¡Esa mujer lo tiene dominado! Y luego, ponen en la invitación que van a hacer quién sabe qué rituales. Ya le dije: ni creas, Quique, que tu papá y yo vamos a participar en eso. Con nosotros cuentas para la boda católica, el civil y punto.
Imagínate. ¡Qué temazcales ni qué ocho cuartos! O dime, ¿tú me ves saludando a los cuatro rumbos? ¿Tú me ves?
La mentalidad de “nosotros contra ellos” existe. Se trata de un rasgo evolutivo que desarrollamos hace miles y miles de años para sobrevivir. Desde entonces, buena parte de nuestra identidad radica en la pertenencia a un grupo. ¿A qué grupo? Al mejor, el grupo superior, el de la gente moralmente buena, el grupo de los justos, el más bello, el más fuerte, más culto, más trabajador, más valiente, más poderoso, el preferido por Dios... Aquí agregue usted los adjetivos que mejor reflejen sus propios valores.
Pertenecer al grupo es crucial, pero no suficiente. Nuestra autoestima se nutre de la pertenencia. Si hemos de creer que somos personas valiosas, el grupo al que pertenecemos también tiene que parecernos valioso, y viceversa: porque pensamos que el grupo al que pertenecemos es valioso, creemos que somos personas valiosas. Generalmente sobrevaloramos los grupos a los que pertenecemos y discriminamos a quienes no forman parte de “nuestro” grupo.
La pertenencia al grupo influye en nuestra autoestima en forma directa. En estudios realizados en los años 70, por los psicólogos estadounidenses Tajfel y Turner, se comprobó que, incluso cuando se forman grupos por métodos aleatorios, como lanzar una moneda al aire, las personas empiezan a comportarse como si “su” grupo fuera superior al grupo al cual no pertenecen.
Nuestro sistema nervioso, esa interfase prodigiosa que mantenemos con el mundo, se encuentra tan comprometido con nuestra supervivencia, que es capaz de equivocarse, con tal de darnos alguna pequeña ventaja. Cometemos errores sistemáticos a la hora de pensar o procesar la información, para así crear una versión de la realidad que nos haga sentir más a salvo, con mayor control, certeza o poder. Dado que estos errores de pensamiento son parte, digamos, de nuestro piloto automático, resulta toda una proeza percatarnos de ellos y corregirlos.
Estas fallas se llaman “sesgos cognitivos”. La mentalidad “nosotros contra ellos” se apuntala del sesgo de homogeneidad de quienes están fuera del grupo. Este error del pensamiento nos hace percibir a quienes no pertenecen a nuestro grupo como si formaran un conjunto más homogéneo que el nuestro. Es decir, podemos registrar la heterogeneidad, las diferencias, las sutilezas, al interior de nuestro grupo, pero no en el grupo ajeno. De esta joya de la prestidigitación mental nacen pensamientos generalizadores que confirman la superioridad de nuestro grupo y la inferioridad del grupo al que no pertenecemos.
Los sesgos cognitivos pueden llegar convertirse en creencias arraigadísimas, de consecuencias graves para nuestra visión del mundo y las decisiones que tomamos. Veamos un ejemplo, dolorosamente común en estos tiempos, en nuestro país y en el resto del planeta. Si yo me identifico con un grupo religioso, político o étnico, me siento parte de él. Como me siento parte, soy capaz de percibir la heterogeneidad que existe dentro de mi grupo. Es decir que, al interior del grupo al cual pertenezco, soy capaz de ver personas, diferencias, seres humanos con historias, que tienen emociones y necesidades. En cambio, percibo los grupos donde no pertenezco, como bloques homogéneos; ahí, soy incapaz de ver la diversidad y las sutilezas que nos conforman como personas.
Donde los sesgos cognitivos andan sueltos, campea la discriminación y la deshumanización. Hay quien hábilmente se aprovecha de los errores que comete nuestro cerebro, en una de sus facetas más primitivas, para empujar su propia agenda. Es una cuestión animal. Nadie quiere ser la gacela que accidentalmente se separó de la manada, y ahora enfrenta solitaria los riesgos mortales que ofrecen las estepas.
Vivir a merced de nuestros sesgos cognitivos nos vuelve mucho más susceptibles a la manipulación visceral. Cuando la mentalidad de “nosotros contra ellos” es atizada, se acompaña de emociones intensas que refuerzan nuestra percepción de que estamos en peligro. Con tal de que las alarmas de la supervivencia dejen de sonar en nuestro cuerpo y podamos volver a sentirnos bajo control, somos capaces de incendiar el mundo para defender a “nuestro” grupo y darle la victoria. No nos importa que al final de los grandes incendios lo único que queda para repartir son cenizas.
--------------
Nota: El caso referido es real. Cambié los nombres y cualquier otro dato que pudiera identificar a la consultante.
Margarita Martínez Duarte es psicoterapeuta y escritora. Ha publicado tres libros de poesía y la novela Sin ella. Fue galardonada con el Premio “70 Años” de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.
EEZ