La Suprema Corte de Justicia de la Nación tuvo el acierto de publicar las reflexiones de Aharon Barak como juez y Presidente de la Corte Suprema de Israel. El pensamiento de Barak lo enmarca atinadamente dentro del marco de la democracia constitucional.
De los más llamativo en el texto, por la trascendencia que los tribunales constitucionales tienen en términos de democracia, es la relación tensión-colaboración entre éstos y las otras ramas del poder público.
Parecería que esa relación es ingrata y deja mal parados a los tribunales constitucionales frente al respaldo democrático que ostentan, sin duda, los otros dos poderes –Legislativo y Ejecutivo–. Si la labor sustantiva de los tribunales es revisar judicialmente la actuación de los otros dos, resulta incómodo para todos. Y, particularmente, desde una perspectiva más política que jurídica. Dice Barak, que las reglas de la legalidad que aplican los juzgadores frustran los objetivos políticos de parlamentarios y gobernantes. Esta tensión se traduce retóricamente en la frustración de la voluntad popular, más aún cuando el modo de selección de jueces, magistrados y ministros –sea cual fuera la denominación— no configura un respaldo democrático de tipo electoral.
Si esa intromisión judicial trastoca planes políticos de cierta envergadura incrementa malestar y la tensión contra el papel de los jueces se magnifica la crítica y se empieza a cuestionar la falta de legitimidad de las y los jueces al grado de repensar los diseños de selección o de su nombramiento. Un caso ejemplar de esa tensión en un país democrático fue la relación tirante entre la Corte Suprema de los Estados Unidos y el presidente Roosevelt con motivo de la política del New Deal.
Pero como bien lo señala Barak: en una democracia la crítica, por infundada que sea y motivada por dolo o ignorancia, es saludable. Lo es porque corrige y endereza el camino político con la medida de la legalidad –y yo agregaría, de las reglas del juego constitucional y de las del compromiso convencional de los derechos fundamentales–. En una democracia resultaría extraño, incluso, sospechoso, la mutua condescendencia entre las ramas del poder público, algo andaría mal, sin duda.
En el otro extremo también resultan preocupantes las posiciones de los poderes electivos que desean subyugar y someter la independencia judicial. Es el caso del último paquete de reformas propuestas por un parlamentario de la Knesset –el Parlamento israelita–, Yariv Levin, para trasladar todo el foco de poder al Gobierno cuyos actos quedarían sin la correspondiente supervisión judicial en caso de vulnerar las leyes básicas del Estado de Israel y los derechos de las minorías. Lo anterior, bajo el pretexto trivial de la actuación extralimitada de la Corte Suprema que detienen el “progreso político” del Gobierno.
Una de las medidas del paquete de reformas es la conformación de la comisión que designa o nombra a los jueces y que procura una mayoría partidaria del gobierno en turno para que sea ad hoc con éste, bajo el argumento de que representan el sentir de la mayoría popular.
Un síntoma que caracteriza a un país que deja de ser democrático es la deconstrucción -o destrucción- del sistema judicial en aras de incrementar la esfera de influencia de los otros dos poderes bajo argumentos de legitimidad democrática. Cuando la tersura condescendiente de las relaciones entre los tribunales con las otras ramas del poder público sustituye la tensión institucional y democrática de los pesos y contrapesos.
En Israel como en México resultan indispensables poderes judiciales fuertes como independientes y, es apremiante que todos lo entendamos así, aquí y allá.
POR JUAN LUIS GONZÁLEZ ALCÁNTARA
MINISTRO DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN
PAL