Ávido de legitimidad, sediento de simbiosis, revestido a la usanza chinaca, el emperador Maximiliano de Habsburgo durmió la noche del 15 de septiembre de 1864 en la que fuera cárcel del poblado de Dolores, al eco de la liberación de reos realizada por don Miguel Hidalgo y Costilla, trasladándose de madrugada al balcón central del curato al replique de la arenga libertaria de 1810. Más que la fidelidad a una tradición inaugurada en 1812 por Ignacio López Rayón, lo que irritó al alto clero y conservadores que sedujeron al austriaco a un trono incierto, fueron las loas a los sacerdotes Hidalgo y José María Morelos y Pavón, en cuya secuela ordenaría colocar una estatua en su memoria en la vieja Plaza de Guardiola, en la capital del país, Para entonces, empero, el rito cívico, a desdén de lo dispuesto, en 1814, en los Sentimientos de la Nación, semilla de la Constitución de Apatzingán, se convocaba a las 11 de la noche del 15.
Detrás del He-dicho estaba el sufrimiento producido por el frío de la madrugada en el muñón de la pierna del presidente Antonio López de Santa Anna, mutilada a bala de cañón por los franceses en el puerto de Veracruz. El trueque llegó como regalo al presidente Porfirio Díaz, al conjuntarse la fecha con su onomástico. Dos fiestas por un boleto, lo que le daría nota de perpetuidad. El propio general oaxaqueño, en reciprocidad, quizá, le colocaría un ropaje más profundo y emblemático y solemne a la efeméride, al disponer el traslado de la campana de Dolores, en realidad un esquilón dedicado a San José, colocándolo en un nicho especial sobre el balcón principal del Palacio Nacional. El responsable de la encomienda sería el general Sóstenes Rocha.
La reliquia de 1.77 metros de alto, 1.69 de diámetro y 11 centímetros de espesor, cruzaría la ruta independentista inicial para llegar a la Ciudad de México, en la agonía de agosto de 1896, y reposar, a la vista de la ciudadanía, en el Museo del Ejército. La mañana del 15 de septiembre la expectación aplaudió un desfile con punta en un carro alegórico con la preciada carga alfombrada en paños de seda blanco, coronada por un laurel y escoltada por el escudo nacional bañado en oro. Cruzados los tres arcos triunfales erigidos en avenida Juárez, San Francisco y Plateros, entre una lluvia de papel picado tricolor y claveles y pétalos de rosa caída desde los balcones adornados con gallardetes, el espectáculo culminaría en la plancha de la Plaza de la Constitución.
Mulas, poleas, lazos, 50 hombres y mil pujidos, sudores, gritos, maldiciones, en el difícil trance de subir 22 metros la reliquia de 750 kilos y asentarla en un nicho especial construido arriba del balcón central del Palacio Nacional. Agotada la dura faena a la formalidad del “sin-novedad”, 250 palomas liberadas volaban en júbilo en las torres de la Catedral, al rezongo de todas sus campanas y el estruendo de salvas de cañones.
MISIÓN CUMPLIDA, MI GENERAL
Si el 15 de septiembre de 1914 la multitud se incendió segundos antes de las 11 de la noche, a la lectura por parte del primer jefe del Ejército Constitucionalista, Venustiano Carranza, de un telegrama de Veracruz con la noticia del retiro de los marinos estadounidenses invasores, en 1847, 67 años antes, la plancha estaba ayuna de multitudes, cohetes, banderas y golosinas. En lo alto del Palacio Nacional ondeaba la bandera de las barras y las estrellas, por más que izarla habría costado dos vidas segadas por certeras balas desde una azotea de un edificio cercano, al olor, aún de pólvora por los disparos de un alocado sacerdote español llamado Celedonio Domeco de Jarauta, quien irrumpió a lomo de mula la plaza principal para vengar, bandera en ristre y huaraches, la profanación del suelo mexicano.
Cubierto de penumbra el escenario en función de cautela, de vez en vez el ambiente lo iluminaba un destello de fusil ya en función ofensiva, ya en defensiva. En previsión de un desborde de la furia antiespañola a cuyo marco se cerraban a mil candados tiendas de abarrotes, posadas y panaderías, el historiador Lucas Alamán decidió proteger los restos de Hernán Cortés colocados en reposo, después de un penoso periplo por Texcoco y el Convento de San Francisco, en la capilla del Hospital de Jesús dedicada a la Purísima Concepción, construidos una y otro del peculio del conquistado.
La huesa permaneció en el mismo sitio, aunque tras simularse un sigiloso traslado nocturno. Noche de pistola al cinto y descargas al cielo. Noche de luz, adorno de balcones con gallardetes, banderas y pendones por disposición estricta del Ayuntamiento en 1825, primera vez como ceremonia oficial.
Noche de redoble de campanas, tronido de cohetones y sonido de bandas militares.
La fiesta gestada en Huichapan, hoy Hidalgo, apadrinada por Ignacio López Rayón, secretario e ideólogo del padre Miguel Hidalgo, sería la punta, la pauta para encender la lámpara votiva, ofrenda de luz eterna.
¡Viva México!
POR ALBERTO BARRANCO CHAVARRÍA
EMBAJADOR DE MÉXICO ANTE LA SANTA SEDE
@ALBERTO19279815
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