LA NUEVA ANORMALIDAD

El cubrebocas no es un accesorio

Tras dos años de haber incorporado la mascarilla en la vida cotidiana, he sucumbido una vez al Covid-19, pero ni una sola a la gripa, que antes era afección cuando menos trimestral en mí

OPINIÓN

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Nicolás Alvarado / La Nueva Anormalidad / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Especial

No es éste uno de esos textos regañones con admoniciones para no usar el cubrebocas como bufanda, cofia, mamboleta o muñequera. Primero porque acaso haya abusado de los sermones en lo que he escrito sobre la pandemia en los últimos dos años pero, sobre todo, porque ya no estamos en ese momento.

Como argumentara en la pasada entrega de esta columna, el Covid-19 ha dejado de ser hecho excepcional para devenir parte de nuestra existencia hasta nuevo aviso: así como el controlado pero ni de lejos erradicado VIH/SIDA transformó las reglas de nuestra etiqueta sexual, este virus –cuyo contagio conoce un valle en nuestro país pero que no ha desaparecido y que bien podría tener una nueva cresta– parece también haberse insertado en nuestra realidad y haber perdido su estatuto de emergencia merced a las vacunas que han hecho de él algo mucho menos adverso de lo que lo fuera. El Covid-19 sigue, pues, preocupando pero ya no limita, o cuando menos no tanto.

El uso del cubrebocas en espacios abiertos ha dejado de ser obligatorio en las ciudades del país en que alguna vez lo fue e incluso en la capital, donde la jefa de Gobierno también ha decretado de manera reciente su desuso aun cuando, en sintonía con los caprichos presidenciales, nunca se había animado a prescribir bien a bien su uso. Aun así, seguimos siendo mayoría quienes lo llevamos por la calle, lo que habla de una lección aprendida.

La vida ha vuelto a una razonable normalidad, e incluso los Covid freaks –ese mote que usan los covidiotas para referirse a la gente como yo, que redujo al mínimo las salidas durante los picos de la pandemia– hemos vuelto a las andanzas: vamos a restaurantes donde por fuerza nos retiramos la mascarilla; acudimos al cine, al teatro, a los museos y a las tiendas, usamos el transporte público y los Ubers, y veo con beneplácito que ahí somos inmensa mayoría quienes lo conservamos.

Tras dos años de haber incorporado el cubrebocas a mi vida cotidiana he sucumbido una vez al Covid –leve, en enero de este año– pero ni una sola a la gripa, que antes era afección cuando menos trimestral en mí. Ello me lleva a recordar lo invocado por el escritor Ian Buruma en la FIL Guadalajara virtual de 2020 –“Los japoneses empezaron a usar cubrebocas para la gripa, para impedir el contagio de sus catarros a otras personas en el transporte público, desde 1918: es un legado de la epidemia de influenza”– y un dato que investigué a raíz de ello: ya en 2014 ese pueblo gastaba 230 millones de dólares al año en cubrebocas quirúrgicos, tan insertados en la cultura que se venden hace décadas en tiendas de conveniencia como en boutiques de lujo.

El uso del cubrebocas como práctica habitual en espacios cerrados y concurridos parece haber llegado para quedarse. He ahí uno de los pocos saldos positivos de la pandemia.

POR NICOLÁS ALVARADO
COLABORADOR
@NICOLASALVARADOLECTOR

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