Mucho se ha escrito en los últimos días sobre el cuarto aniversario de la presente administración en el Poder Ejecutivo federal que se cumplieron el pasado día primero. La celebración se adelantó en función del súbito deseo del Presidente, de llevar a cabo una marcha desde El Ángel de la Independencia hasta el Zócalo el pasado domingo 27 de noviembre.
Esta idea fue anunciada en la tradicional mañanera presidencial, a raíz de la multitudinaria expresión ciudadana del 13 de noviembre, convocada por diversas organizaciones de la sociedad civil, para expresar su defensa del INE ante el embate del oficialismo en su contra.
Inmediatamente se echaron a andar los mecanismos del gobierno federal y de los estatales; se echó mano de los padrones de beneficiarios de programas sociales; se conminó a los gobernadores; se presionó a los burócratas y se puso en marcha el concurso de promesas.
Se formaron los aspirantes, trajeron sus porras, echaron a andar sus huestes, inventaron sus consignas…
La desorganización fue evidente. El derroche de recursos, grosero. La manipulación de seres humanos en situación de necesidad, indignante. Muchos vinieron por su propio pie, por decisión o por interés. Pero la mayoría lo hizo por consigna, o por necesidad.
De ahí que resulta ocioso caer en la guerra de cifras en la que pretendieron enfrascarnos. Los que marchamos el 13 fuimos todos por voluntad propia, los que lo hicieron el 27 no. Eso es todo.
Ahora bien, el balance de cuatro años de gobierno, objetivo anunciado de la marcha, francamente estuvo muy por debajo de lo esperado. Ha habido tantos ‘Informes’, que el contenido de éste pasó casi inadvertido. Además, tras cinco horas de marcha, un discurso de 105 minutos es casi una grosería.
El Presidente reiteró que no pretende reelegirse, y que su esposa tampoco buscará un puesto de elección. Reiteró su política inspirada en dar prioridad a los pobres, agradeció las remesas de los migrantes como principal fuente de ingresos del exterior, mencionó cifras y porcentajes de apoyos por medio de programas sociales, adelantó un aumento del 20% al salario mínimo. La verdad, nada nuevo.
¡Ah! Sí hubo algo nuevo, al Presidente se le ocurrió definir su pensamiento político como “humanismo mexicano”.
El Zócalo estaba casi vacío para cuando intentó disertar sobre esta expresión, y su repercusión ha sido mínima, pero refleja una gran ignorancia y superficialidad, además de contradecir muchos de sus programas de gobierno y de la actuación de su gabinete.
El humanismo tiene que ver con el interés fundamental con el hombre y con lo humano, con la persona como centro del quehacer público. El humanismo no es mexicano, ni francés, ni senegalés. Es universal, considera a la persona y su dignidad como anterior y superior a cualquier acto de poder. El asistencialismo no es humanismo. La corrupción no es humanismo. La manipulación no es humanismo.
Cuatro años, pobres resultados, pocas esperanzas.
POR CECILIA ROMERO CASTILLO
COLABORADORA
@CECILIAROMEROC
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