La memoria histórica huye apresuradamente en nuestro gran mundo-carpa virtual. Con cada tuit punzante, con cada like anodino, con cada fake news, la historia se desvanece, languidece el pensamiento, los acontecimientos se desmaterializan y perdemos la conexión con los hechos que transformaron en su momento la vida pública o la personal. Ya no hay pasado, y el futuro no figura en el metaverso. Lo urgente: es el aquí y el ahora; la indignación inmediatista en las redes y la comodidad de la crítica electrónica. La materialidad del mundo se disuelve en el universo electrónico.
Al traer a la memoria el incierto escenario de finales de los años setenta, un tiempo similar al que hoy padecemos, se atisba en la penumbra de la ciudad de México la aparición de un segmento de la generación perdida, la Generación X. Constituida por adolescentes de estratos depauperados, que dieron vida al fenómeno social de las Bandas Juveniles.
En ese periodo negro para el país, lleno de rencores e impotencia, de promesas no cumplidas y de sufrimientos, los más necesitados fueron negados, perseguidos, subsumidos en el discurso de los resentidos y de los delincuentes. Pocos tuvieron el valor para sostener públicamente que había necesidades apremiantes en ellos, y que sin duda era posible diseñar y llevar a cabo acciones y programas para atenderles. Falto un decidido esfuerzo para mostrar a la opinión pública, que estos jóvenes eran producto de las circunstancias nacionales y formaban parte de la sociedad, si bien de un estamento distinto, al final eran parte de nuestra misma sociedad.
Los Panchitos, nombre generalizado con el que se identificó el estallido juvenil y violento de los años ochenta, abarrotó los titulares de los periódicos, de las notas sensacionalistas de los tabloides, de las revistas y de los diarios amarillistas. Había tanto malestar con el gobierno y su partido corrupto e ineficiente, el PRI, que los ciudadanos cansados de falsas promesas, como aquella de la Renovación Moral de la Sociedad, de Miguel de la Madrid, a la par del escandaloso desempleo y la pobreza, canalizaron su desencanto y odio a los jóvenes que se manifestaban por lograr mejores condiciones de vida con acceso a empleo, educación y recreación.
Como consecuencia de la indolencia social y la inmadurez de estos adolescentes, la generación no tuvo más alternativas que lanzar un grito de auxilio y rebeldía materializado en violencia, ante las condiciones de una sociedad que vivía sus propios fracasos en la víspera de grandes cambios prometidos en campañas políticas.
Así nació el mito de que, en cada joven pobre del otrora Distrito federal, se escondía un delincuente, un violador y transgresor, un resentido social. Por supuesto que los actos violentos, los robos a pequeños establecimientos y las escaramuzas entre bandas juveniles y contra la policía calaron en lo más profundo de la sociedad que los rechazó y estigmatizó, arropados por las notas transmitidas en los noticiarios de Jacobo Zabludovsky y Juan Ruiz Healy.
Pasaron años para que los propios jóvenes lograran su reivindicación, primero ante sus familias y luego ante una sociedad que no tenía espacios para ellos, de ahí la frase demoledora de Francisco Castro (Pancho loco), “Para los jóvenes en lugar de escuelas, cárceles; en lugar de centros deportivos, banquetas; en lugar de fábricas, panteones.”
A 44 años, estos Panchitos, siguen siendo estigmatizados, por su origen, sus circunstancias de vida y su estatus social. Hoy en las condiciones de enfado social, promovidas por los políticos de siempre y por ciudadanos que se sitúan a un lado y a otro del espectro social, debemos preguntarnos. ¿Hasta cuándo dejaremos de polarizarnos y asumir con responsabilidad nuestras diferencias? Y a partir de ellas, encontrar caminos comunes, aunque no idénticos, para solucionar nuestros grandes males. ¿Las marchas de los buenos y de los malos, nos ayudaran a resolver el futuro? O ¿es que necesitamos de gente con sentido común y amor a México para ya parar el carro de los lobos que hoy se asumen como corderos de la Democracia y/o del Bienestar?
POR HUMBERTO MORGAN
MBL