COLUMNA INVITADA

Fieles difuntos, la muerte simulada

En estas fiestas cumplimos el dicho de “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”

OPINIÓN

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Luis Ignacio Sáinz / Columna invitada / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Foto: Especial

En estas fiestas cumplimos el dicho de “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”, pues haciendo caso omiso de la sana nutrición nos entregamos al festín de los panes en recuerdo de los difuntos. Del 31 de octubre al 2 de noviembre celebramos un auténtico maratón gastronómico, dedicado a una antropofagia simbólica: la de devorar y engullir huesitos y calaveras, modelados con harina y engalanados con barniz de huevo o azúcar, hasta una lluvia de ajonjolí, según la región de procedencia de tan seductores cadáveres de lujo.

En este ritual coronado en las ofrendas a los fallecidos se reconcilian las tradiciones del cristianismo primitivo con las de los mexicanos de la lejanía. Eso explica sus variantes, incluido el recurso ornamental del amaranto y la presencia abundante del color prehispánico del más allá en los altares domésticos: el amarillo, en calabazas, naranjas, plátanos, guayabas, clemoles (caldillos para guisados) y cempasúchiles. Los adornos de estos bizcochos representan además del esqueleto del ausente, el cráneo y las extremidades del cadáver, los cuatro puntos cardinales del universo indígena, el nahuolli, cada uno en devoción a sus dioses: Quetzalcóatl-Camaxtli, Xipe Tótec, Tláloc-Huitzilopochtli y Tezcatlipoca.

En gustos se rompen géneros, y no todo se agota en los cuerpos inanimados, aunque dulces, también se hacen en forma de mariposas por los rumbos de Mixquic en recuerdo de las niñas fallecidas que se creía asumían tan bella forma al fallecer; no faltan los que representan peces, conejos, perros, alacranes y pájaros, tradiciones de los pueblos de Tepoztlán y Telolapan. Ahora hasta los rellenan, de nata, chocolate, frutas secas o cajeta.

Total, se trata de asumir el refrán: “panza llena y corazón contento”. La celebración de los fenecidos se convierte en un banquete mortuorio, donde los productos cultivados en el campo mexicano permiten la elaboración de esta obra maestra de nuestra panadería, con aromas de anís y naranja por el agua de azahar. Festejos que incluyen la limpieza de las tumbas y hasta de los huesos de los seres queridos. Los panteones vuelven a la vida, como la leyenda medieval de la danza macabra, entre flores, papel picado, veladoras, alimentos en abundancia, rezos y música profana, más los olores embriagantes del copal y el incienso.

A los dioses antiguos se les celebraba en representaciones de tzoalli (masa de maíz y de algunos de los 69 géneros de amaranto y más de 800 especies), en especial a Huitzilopochtli en el mes panquetzaliztli. Imágenes-estatuas cocidas a fuego lento con tales bledos (quelites o quintoniles) que podían ser salpicadas de sangre durante la ceremonia, y con los mismos elaboraban unos tamales rollizos con los que cebaban a quienes serían sacrificados. Las deidades del panteón mexica al amasarse con la molienda de estas semillas y plantas, sacralizaban su materia orgánica al transformarla en “carne divina”.

El cuerpo fragmentado del dios, donde cada bocado vale por el todo, al modo de la hostia (en latín, víctima de sacrificio) en la eucaristía, remite a la creación, renovándola. El festín- comunión honraba a la divinidad y hacía de los devotos parte simbólica de ella.

Cada vez más se olvida el significado profundo de estas fechas, que banalizadas se diluyen en una cultura del espectáculo. Triste pero cierto.

POR LUIS IGNACIO SÁINZ
COLABORADOR
SAINZCHAVEZL@GMAIL.COM

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