Desde luego, el ron, del que algunas recetas prescriben hasta tres tazas, no ayuda. Ojo: me gusta el ron, desde el blanco en una cubita, hasta uno de alta gama, solo, después de la comida. Lo que pasa es que es una bebida rara en el sentido de que se incorpora mal a los platillos, a los que estropea a pesar incluso de su capacidad para llenarte las papilas gustativas de nostalgia, ese ingrediente tan adictivo. Porque no, nunca te gustaron los bombones alcoholizados de la abuela. (Sé que esta referencia sólo la entenderán quienes llegaron a cierta edad. Ok: por esta vez, de los millennials para adelante, pueden dejar de leer en este punto sin temor a rencores por mi parte.)
Pero no es sólo el ron. Tampoco son, por sí mismos, el mandarriazo de clavos de olor, una especia que se vuelve impertinente con mucha facilidad, ni el de nuez moscada, con sus reminiscencias de puré de papas. No. Hay más. Mucho más.
Sin duda, es también el mal uso de las almendras, una delicia que mal usada, como aquí, se vuelve un incordio semi reblandecido. Y hay que añadir, claro, esa sorpresa horrible que le espera al que no se fija en lo que come o porque la plática está muy interesante o, la mayoría de las veces, porque, al contrario: está aburridísima y quedó anestesiado por las 26 copas de vino que se metió para soportarla. Me refiero, evidentemente, a las pinches cerezas en almíbar, que son todo menos cerezas y que también se usan en los cocteles mal hechos y en los helados aquellos tan habituales todavía en los 70 y 80 –el hot fudge, el sundae–, deliciosos salvo, justamente, por la cereza, que invariablemente se quedaba pegada a un plato luego de pagar la cuenta.
Porque hay leyendas urbanas: “Yo una vez probé uno buenísimo. Le voy a preguntar a Paco dónde lo compró”, te dicen de vez en cuando y nunca, nunca llega esa información por supuesto falsa. Y porque hay momentos en que parece que sí, que encontraste uno de veras rico: dulce, untuoso, con la monserga de las especias –a propósito, condenación eterna a los que añaden cardamomo– debidamente amortiguada por el azúcar. Lo que pasa es que entonces te enteras de que le echaron una lata de leche condensada a la mezcla, una heterodoxia inadmisible para las 10 personas (me refiero al planeta entero) que realmente lo disfrutan.
Por esas razones es que merece pasar de mano en mano, como regalo reciclado, durante 10 años, hasta que alguien abre la envoltura, comprueba que se ha convertido en un cubo de aserrín y lo tira a la basura. Por esto, pues, es que estuve a punto de decirles que la peor plato navideño del mundo es el fruit cake, por encima incluso de su primo italiano, ese monumento a la resequedad llamado panettone.
Estaba a punto de decirles eso, sí, pero en ese momento recordé la ensalada de manzanas con apio.
POR JULIO PATÁN
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