ARTE Y CONTEXTO

La familia Jiménez y las calaveritas de azúcar de la Merced

En Contepec, Michoacán, vivía como dulcero el bisabuelo Raymundo Jiménez. Durante el año hacía dulce de leche de vaca de rancho y frutas en conserva o cristalizadas, al estilo de Tlalpujahua

OPINIÓN

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Julén Ladrón de Guevara/ Colaboradora/ Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Especial

“ El mercado de la Merced era entonces la Central de Abasto de la ciudad de México y cobijo natural de muchos refugiados de pueblitos distantes”

En Contepec, Michoacán, vivía como dulcero el bisabuelo Raymundo Jiménez. Durante el año hacía dulce de leche de vaca de rancho y frutas en conserva o cristalizadas, al estilo de Tlalpujahua. Como pocos, sabía preparar la “cola de macho”, que es un postre de Chiapas con leche cortada con jugo de limón y cocida en agua con piloncillo y canela, algo parecido a los chongos zamoranos. A principios de octubre, el bisabuelo se alistaba con los costales de azúcar y sus moldes de barro para la producción de las calaveritas que vendería en las plazas y el panteón. Al parecer, eran pocas las que podía fabricar por la precariedad de los tiempos y de los materiales, pero lo hacía con gusto y por apego a su tradición. De su padre, el abuelo Raymundo aprendió este noble oficio y lo transmitió a Raúl Jiménez, su pequeño hijo, quien pasados los años cuarenta, migró a la capital para refugiarse en La Merced.

El mercado de la Merced era entonces la Central de Abasto de la ciudad de México y cobijo natural de muchos refugiados de pueblitos distantes, que llegaban desposeídos del todo y se ponían a trabajar de lo que fuera para ganarse el pan de cada día. Ya fuera cargando las canastas del mandado, de diablero o franelero, la gente que acudía bajo esas circunstancias a este templo comercial, sobrevivía y se asentaba con lo que iba ganando con el paso de los días. Y así le hizo Don Raúl cuando llegó de Michoacán; primero se ganó unos pesos con los oficios de ocasión, luego compró los ingredientes para vender los dulces con las recetas de su familia y al final se hizo de un local en este noble mercado que lo vio crecer. Su especialidad eran las yemitas, las gorditas, los mostachones y los macarrones preparados con la leche de los establos cercanos, además de los higos en conserva  y las frutas cubiertas. Cuando pudo tener más dinero, comenzó a fabricar seriamente las calaveritas de azúcar que tanto le gustaban, utilizando los moldes de barro y las cazuelas de cobre heredados del bisabuelo y del abuelo Raymundo, pero con ayuda de su propia familia. Corrían los años 70 cuando a Raúl se le ocurrió comenzar a decorar estas piezas con anilinas de color, porque antes eran todas de pasta blanca con papelitos rojos, verdes, azules o amarillos pegados en la frente con el nombre del difunto. Gracias a su trabajo, Raúl le dio una carrera a todos sus descendientes y también les enseñó el oficio de dulcero, razón por la cual la mayoría decidió dedicarse de lleno a este noble oficio. Daniel Jiménez, hijo de Raúl y heredero natural de esta hermosa tradición conservada en La Merced, es hoy uno de los pocos artesanos que fabrican las calaveritas de azúcar de manera artesanal. Hoy es Daniel el que encabeza y dirige el negocio familiar, donde hermanos, sobrinos, hijos y nietos trabajan arduamente cada temporada de difuntos. La fabricación de estos dulces es artesanal. El azúcar se derrite en cazos de cobre de Michoacán, algunos con 80 años de antigüedad. Los moldes, que son de barro, o son aquellos de hace 90 años o tienen las mismas formas que los del bisabuelo Raymundo, porque han sido modelos para la fabricación de los nuevos. La manera de preparar el dulce es tan complicada como en los siglos pasados. Quien sabe cocinar conoce las implicaciones y el nivel de complejidad que conlleva el manejo del azúcar, porque se puede cristalizar o quemar, además hay que vaciarla a los moldes y calcular el momento exacto en que se debe quitar el exceso y al final desmoldar. Con todo esto podemos imaginar que en cada calaverita de azúcar está el alma de los bisabuelos, abuelos y querencias de familias como la Jiménez, cuyo apego a la tradición, es también el apego a la intuición del artista que al terminar su obra, sólo le queda retirarse para mirarla de lejos y dejarla partir, para volver a comenzar.

 

POR JULÉN LADRÓN DE GUEVARA
CICLORAMA@HERALDODEMEXICO.COM.MX
@JULENLDG