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Cultura woke y de la cancelación: ¿Por qué nos cuesta tanto dialogar?

Ante ciertas tendencias que la amenazan, urge promover la cultura del diálogo. Reflexionamos sobre sus condiciones y sus alcances.

Cultura woke y de la cancelación: ¿Por qué nos cuesta tanto dialogar?
Diálogo como herramienta de cohesión Foto: Especial

El diálogo es un encuentro, es una disposición y un ejercicio pleno de la inteligencia: consiste en dar y pedir razones para avanzar en el conocimiento de la verdad y es al mismo tiempo la mejor estrategia para alcanzar concordia y entendimiento. 

Cultura woke y de la cancelación

Sin embargo, hoy en día enfrenta un panorama desalentador: la polarización de la sociedad lo dificulta, el uso emocional de las redes sociales lo suple con insultos y descalificaciones, la confusión entre tolerancia y relativismo desanima a la búsqueda de la verdad, la lógica de los algoritmos propicia que la gente se encuentre siempre con “más de lo mismo” y no con la alteridad que incita a dialogar.

Dialogar es construir. Foto: Especial

Incluso movimientos con algún aspecto legítimo, como la cultura woke o el movimiento de la cancelación, que se proponen una sensibilidad potenciada y descartar discursos de odio, han generado silenciamientos y omisiones que alejan del diálogo auténtico

Por ello vale la pena recuperar aportes como los del filósofo alemán Hans-Georg Gadamer (1900-2002), que insistió en su gran obra "Verdad y método" en que el diálogo es la gran posibilidad para el enriquecimiento intelectual: le llamó “fusión de horizontes”. En tanto, en el diálogo se comprende el punto de vista del otro; no necesariamente se asume la perspectiva ajena, pero al considerarla se amplia la propia.

Diálogo un proceso de ganar-ganar

En un diálogo pleno el que es corregido sale de un error y el que no cambia su postura también gana, pues conoce mejor su propia visión por el contraste con la ajena. El diálogo no es un proceso de suma-cero, es un ganar-ganar. 

Para dialogar hay que saber escuchar, hay que buscar sinceramente la verdad y estar dispuesto a mirar en la misma dirección que nuestro interlocutor; hay que partir del respeto por la persona con la que se dialoga y elegir en nuestra relación con esa persona la lógica de los argumentos por encima de la lógica de la fuerza.

Hay que mostrar apertura y lo que los filósofos llamamos “caridad hermenéutica”, es decir, hay que asumir siempre lo mejor de lo que expresa la otra persona, hay que concederle todo el crédito, toda la inteligibilidad posibles. 

Si bien el diálogo es necesario en todas las esferas de la vida, se espera que se promueva particularmente en las universidades y centros de educación superior. Algunos piensan que el diálogo en el marco de instituciones educativas no es pleno, porque en éstas evidentemente hay jerarquías, hay repartos desiguales de poder: no tienen la misma voz el rector o un profesor destacado que un estudiante de los primeros semestres.

Sin embargo, si las necesarias relaciones de autoridad son bien planteadas (si son planteadas desde la razón, la apertura y el respeto y no desde el autoritarismo, si la autoridad se entiende adecuadamente como capacidad para hacer crecer a los demás y no como reducto de vanidad o de intereses egoístas), también en ellas puede y debe darse el diálogo: la autoridad educativa tiene en esos casos un carácter posibilitante: no limita el diálogo con los estudiantes, sino que los ayuda a ingresar a ese gran diálogo que es la cultura. 

Diálogo como herramienta. Foto: Especial

Dialogar o no dialogar, esa es la cuestión

El diálogo tiene límites: no se puede establecer con quién no tiene voluntad de dialogar. Algunos sólo quieren amenazar, gritar o chantajear: con ellos no se dialoga de momento y lo más que se puede hacer es mostrar nuestra disposición a iniciar el diálogo en otras circunstancias. Tampoco se puede dialogar con audiencias demasiado grandes: el diálogo es encuentro personal, no una arenga a las masas.

En las escuelas y universidades se tiene la experiencia de que los diálogos verdaderamente enriquecedores suelen darse en los pasillos, entre un profesor y un estudiante o entre estudiantes o colegas en la misma búsqueda de la verdad, uno a uno y no frente grupos numerosos. Tampoco puede dialogarse si no apartamos tiempo para ello: la prisa y la aceleración social son enemigos de las conversaciones significativas. Por supuesto también obstaculizan el diálogo la falta de sinceridad y los cotos a la libertad de expresión. 

¿Qué podemos hacer? Sugiero que empecemos por reflexionar acerca de la riqueza y complejidad de la verdad: admitamos que ésta es una, pero con múltiples matices, coloraciones, aspectos y hay muchos caminos legítimos para llegar a ella. Esto nos permitirá apreciar los diferentes puntos de vista en lugar de considerarlos agresiones a mi modo de ser o de sentir; nos facilitará atender respetuosamente a las expresiones de otras posturas y tratar de dirigirnos a la realidad misma, siendo transparentes respecto de nuestros prejuicios y puntos de partida, pues todos los tenemos. 

Construir el diálogo

Hay que evitar las “activaciones emocionales” —no hay que enojarse ni frustrarse—, hay que encontrar el terreno común, es decir, los valores que se comparten con quien se conversa: siempre hay coincidencias a partir de las cuales se puede construir progresiva y pacientemente el entendimiento. Hay que aprender a ser corregido y agradecer ser refutado, pues es precisamente así como se aprende y se crece. En el caso del diálogo con los jóvenes, hay que comprender que muchos de ellos no han sido entrenados para el diálogo y ayudarles a descubrir esa experiencia y a trabajar en esa disposición. 

El diálogo es, como enseñó el gran Platón, la ventana ideal para que se dé la amistad. Esta posibilidad resulta urgente para la sociedad actual. Educar es imposible en la confrontación; hacer amigos es impensable en la descalificación. Ambas cosas requieren una cultura del diálogo. Que ésta sea nuestro deseo en estas fiestas y cara al nuevo año: construir el diálogo. Vale siempre la pena.  

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