Un 8 de marzo de 1975, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) hizo oficial la conmemoración del Día Internacional de la Mujer, como parte de reconocer la lucha de las mujeres por sus derechos, tales como participar en la sociedad, en la economía y en la política, para lograr mejores condiciones de vida, estando en un plano de igualdad con respecto a los hombres.
No obstante lo anterior, los orígenes del Día Internacional de la Mujer se remontan al siglo XIX, cuando diversos grupos de mujeres empezaron a salir a las calles para exigir derechos civiles, sociales y políticos. Ciertamente, en muchos momentos dichas movilizaciones eran reprimidas, con la finalidad de desalentar sus demandas, pero lo que fue ocurriendo es que dicho fenómeno se iba replicando a lo largo del mundo.
Particularmente, en el siglo XX se fueron intensificando las movilizaciones de miles de mujeres que exigían el derecho al voto y derechos laborales. Estas demandas cobraron mayor relevancia debido a la tragedia en una fábrica de textiles en Nueva York, donde decenas de mujeres obreras perdieron la vida.
Como se sabe, los movimientos de las sufragistas abrieron el camino para que hoy la mayoría de las mujeres en el mundo podamos votar. En México, aunque también se inicia esta lucha desde épocas de la Revolución, el reconocimiento al sufragio se alcanzó hasta el 17 de octubre de 1953. Sin embargo, éste era apenas un primer paso, pues el siguiente sería que se empezara a ver que la mujer tenía la misma capacidad que un hombre para estar en el ámbito público y político, como líder o en cargos directivos.
Muchas sufragistas dieron su vida para lograr el reconocimiento del voto de las mujeres; su lucha no fue fácil, y el paso siguiente tampoco era sencillo. Había que tratar de cambiar un imaginario social, en el cual permeaba la idea de que las mujeres en política eran como intrusas, como personas que estaban en el lugar equivocado, descuidando el rol que por “naturaleza les correspondía”, un rol subordinado al hombre y al cuidado del hogar, un rol maternal que no se podía negar.
Esa idea, por absurda que pueda parecer en nuestros días, sigue siendo el motor de la discriminación y de la violencia contra las mujeres. En nuestros tiempos, a pesar de ver los logros que miles de movilizaciones de mujeres han conseguido, sigue siendo difícil ceder un espacio directivo a una mujer. Todavía nos falta ver a un mayor número de rectoras o directoras al frente de las universidades; las empresas más importantes en los países en su mayoría siguen precedidas por hombres. Y el reto más grande sigue siendo que muchas personas creen que un hombre puede ser mejor jefe o mejor negociante que una mujer.
Lo cierto es que pueden existir liderazgos buenos y malos tanto en hombres como en mujeres, pero estas creencias han estado en nuestras sociedades por siglos; no es raro que sigan permeando en nuestro pensamiento. ¿Cómo lograr entonces ir erradicando estas ideas? Por un lado, hay que insistir en que las mujeres sigan ocupando este espacio público en la misma medida que los hombres y que los hombres se involucren más en el espacio privado, en estas tareas del hogar y de cuidado. Tratando de ser copartícipes de los roles que se nos han asignado, se puede empezar a normalizar otra dinámica social.
La otra cuestión, que no es menos importante, es insistir en la elaboración de políticas y leyes que aseguren la igualdad entre mujeres y hombres, pero siempre teniendo claro que para garantizar la igualdad hay que garantizar el piso parejo. Estas acciones significan muchos años de trabajo; no siempre se verán grandes avances, pero lo cierto es que alcanzaremos una igualdad entre mujeres y hombres cuando no sea extraño ver a una mujer dirigiendo o liderando.
POR GABRIELA DEL VALLE
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