El 19 de septiembre de 1985, el suelo nacional se sacudió en uno de los terremotos más brutales de nuestra historia. Eran otros tiempos, las telecomunicaciones eran sólo destellos de caricaturas como Los supersónicos, en donde se podía videollamar, pero en la realidad distaba décadas de ser posible.
Acá entonces teníamos esos teléfonos de discado mecánico -que ahora adornan los espacios hipsters- y medios como la televisión de caja gorda, que ya pasó a mejor vida.
La radio, que gran parte ha emigrado junto con los jóvenes a formatos virtuales y sobre todo globales, acompañó a la desolada población en medida de su posibilidad, con las voces que describían la terrible pesadilla.
Pero fueron los ojos de la prensa impresa los que nos punzaron la mirada con las escenas dantescas de una ciudad destruida, que hicieron imaginable lo que hasta entonces era increíble.
Entonces la imagen se concebía de manera distinta, nada de inmediatez y mucho menos ser parte del sistema noticioso con las redes sociales. Gustábamos estar de mirones alrededor de los puestos de periódicos leyendo encabezados de las primeras planas o fascinarnos con las terribles fotos de nota colorada.
Imposible nombrar aquí a los fotoperiodistas que con una mano cambiaban el rollo fotográfico y con la otra levantaban una piedra, o acarreaban agua para ayudar en medio del caos, todos esos trabajadores que alimentaron la fuente de lo que hoy son los grandes archivos documentales como guardianes de la memoria. 32 años después, el mismo día y casi a la misma hora, para interés de los amantes de la numerología, volvimos a ser azotados por otro pavoroso temblor.
Quienes no padecimos el del 85 sentimos en carne propia lo que es estar en un séptimo piso de Avenida Reforma, escuchar los vidrios de las ventanas reventando y las paredes crujiendo, pero esa es otra historia…
POR CYNTHIA MILEVA
EEZ