Que no era La última cena sino El festín de los dioses dicen muchos tuits, ninguno particularmente “oficial” (no es la versión del Comité Olímpico, del gobierno francés, de la alcaldía parisina o del director) pero todos bien intencionados. Que lo que buscaba representar era una fiesta pagana, reivindica Thomas Jolly –autor de la polémica (y del espectáculo de inauguración de París 2024)–, antes de evidenciar en tono regañón una serie de asociaciones lógicas: “dioses del Olimpo… Olimpia… Olimpismo…”. (Poco le faltó para terminar con un “duh”.)
La presencia de Dionisio –el actor Philppe Katerine en cuerpo gentil pintado de azul, su honra protegida por un racimo de uvas– apuntala el argumento del creador escénico. La disposición de los actores, sin embargo, conspira contra su verosimilitud: el trazo –media docena de figuras humanas a cada lado de una persona coronada por un halo, sentada ante una mesa de banquete– remite de manera inevitable a la representación que hiciera Leonardo de ese pasaje bíblico.
Ignoro si la referencia para Jolly haya sido consciente –uno tiene más cosas en la cabeza de las que piensa– y, a decir verdad, me importa poco: he leído a los suficientes filósofos de la lengua y críticos de arte (muchos, por cierto, franceses: Saussure, Barthes, Truffaut) para saber que la intención del artista cuenta siempre poco, que el significado de toda obra es polisémico y determinado en última instancia por el espectador, al filo del tiempo y por consenso.
El cuadro Festivité del espectáculo transmitido a todo el orbe el viernes pasado alude a La última cena ya sólo porque así lo leemos una mayoría de sus receptores. (No obsta la igual de evidente referencia dionisiaca para subrayar el componente de fe –la que sea: cristiana, pagana, laica– que supone toda festividad.)
Como siempre que de arte se trata, hay que leer la obra pero también su contexto y su recepción. Festivité fue sólo un elemento de un discurso –hermoso pero innegablemente provocador– de defensa de los valores de la República –ciudadanía, agencia, diversidad, laicidad–, presente en todo el espectáculo y que cabe leer como respuesta a la amenaza de la extrema derecha en los pasados procesos electorales franceses. Aprobado por fuerza tanto en el Eliseo como en la Alcaldía de París, cabe leerlo como statement reivindicador de una Francia democrática, cívica, secular y liberal.
Más allá, vale preguntarse qué escandaliza a la derecha, dónde está el sacrilegio. ¿Hacer una representación de la fe con personas que viven el género o la sexualidad de forma distinta a la mayoría equivale a deshonrarla? ¿No supone la cosmovisión cristiana que todos somos hijos de Dios?
Lo sacrílego no es subvertir una imagen: es privar a un ciudadano de su dignidad. (Eso me lo enseñaron los franceses.)
POR NICOLÁS ALVARADO
COLABORADOR
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