La nueva Anormalidad

Tengo que nacer todos los días

El libro Tengo que morir todas las noches de Guillermo Osorno, así como su versión televisiva de reciente estreno, echa un vistazo a los años 80, en plena construcción cívica. Hay lecciones vigentes

Tengo que nacer todos los días
Nicolás Alvarado / La Nueva Anormalidad / Opinión El Heraldo de México Foto: Especial

Más que tratar de El Nueve –el bar gay chilango de los 80–, Tengo que morir todas las noches de Guillermo Osorno usa ese enclave mítico para abordar la noche, la Ciudad de México y el fin de la modernidad. Es un libro importante, más allá de la sexualidad que uno ejerza, del origen geográfico que tenga, de la generación a la que pertenezca.

Crónica de un sitio en que confluyeron farándula, poder, cultura, underground, movimientos sociales –el Zeitgeist todo– sirve para comprender el punto de inflexión acaso más importante en nuestra historia moderna por medio de un ejercicio que parte del periodismo narrativo pero lo trasciende hasta erigirse en ensayo que se deja leer como novela.

Su antecedente es The Last Party de Anthony Haden-Guest, que parte otra discoteca legendaria –Studio 54– para dibujar un punto de quiebre similar en el Nueva York de los 70, y arroja coordenadas parecidas para entender su devenir.

Tengo que morir todas las noches trata en gran medida de cómo advinimos a la ciudadanía. Para ello, hace de la cultura de la noche, la diversidad sexual y la amenaza del SIDA hitos previsibles pero incorpora otros inesperados como el rock en tu idioma y el pop de Televisa que fueran piedras angulares de la cultura juvenil, la solidaridad cívica desatada por los terremotos de 1985, los vientos de renovación que trajo la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas, la globalización y el TLC. Hicimos la revolución como camilleros, sí, pero también como roqueros, como valores juveniles, como representantes de casilla, como comerciantes, como vestidas.

El libro ha sido adaptado a una serie televisiva de Prime Video que tiene como show runner al aclamado cineasta Ernesto Contreras y como premisa inventar una ficción y ambientarla en ese entorno, lo que es a un tiempo buena idea y una desgracia.

Solvente champurrado de todas las tramas gay (o no) de coming of age que hemos visto en cine o televisión, la Tengo que morir todas las noches televisiva es entretenida y pedestre en virtud de su decisión de reducir el cambio cultural, social y político a trasfondo de una trama hollywoodense.

Sin embargo, resulta valiosa ya sólo porque, en un contexto en que las minorías sexuales –y muchas otras– acusan una crisis de agencia cívica, el mero hecho de problematizar eso en un producto audiovisual para consumo masivo enriquece el debate de cara a la urgencia de pensar la democracia más allá no sólo de lo electoral sino de la administración pública: como batalla cultural

“Es frívolo y clasista”, dice en un capítulo un personaje a otro a propósito de El Nueve. “Es muchas otras cosas también”, responde su interlocutor. “Siento que enfrentan cosas muy importantes todos los días de las que nadie está hablando. Y es importante darles una voz”.

Mejor balance de la propia serie no cabe.

POR NICOLÁS ALVARADO

COLABORADOR

IG Y THREADS: @NICOLASALVARADOLECTOR

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