A lo largo de la obra de uno de los juristas más influyentes del mundo jurídico contemporáneo, Luigi Ferrajoli, ha referido una tríada de crisis del Estado actual. Una de ellas, que es la que nos interesa para efectos de este artículo, es la del Estado legalista hacia un Estado constitucional.
El maestro florentino describe esta crisis más o menos así: en la transición del Ancien Régime a la Francia revolucionaria y napoleónica se logró concretar una forma de igualdad entre los individuos, la igualdad ante la ley. Ésta se convertiría en la obra magna jurídica mediante la codificación y que hacía realidad uno de los pilares de la revolución francesa.
Sin embargo, como todo proceso, esta idea se desvirtuó al caer en el exceso conocido como legalismo, esto es, la ley se transfiguró en una especie de monolito endiosado que no distinguía las peculiaridades de cada caso en el que se aplicaba, incluso con calzador y que llevó a casos de franca injusticia. Más aún, cuando los aplicadores de esa ley momificada sólo eran simples transmisores del enunciado normativo, sin mayor criterio que la lapidaria voz “lo que diga la ley”.
Este proceso desfigurante del Derecho y de las libertades ha cedido el paso a un Estado constitucional en el cual, entre otros elementos que le caracterizan, distingue entre el mandato del legislador que es general, abstracto e impersonal, y el criterio judicial que individualiza la aplicación de la ley en atención a las especificaciones casuísticas. Y, sobre todo, en atención al respeto de los derechos fundamentales de los individuos de cada caso, más aún si se trata de la materia penal.
Traigo a colación esta breve disertación retomada del jurista italiano en relación con el tema de la prisión preventiva oficiosa y la algarabía que ha generado en medio de descalificaciones y opiniones que van desde lo superfluo a lo más reflexivo. Por supuesto hay un compromiso internacional de respetar el sistema interamericano de derechos humanos, de avalar la jurisdicción de la Corte Interamericana –que no es un tribunal extranjero como se le ha llamado en un retórico nacionalismo decimonónico– y de encontrar una fórmula que converja el sentido de la Constitución mexicana y la Convención Americana de los Derechos Humanos.
Más allá de eso, si nos ajustáramos a lo que el legislador señala sobre la prisión preventiva oficiosa implicaría la aplicación irracional de la ley a todos los casos por igual, sin valoración y en forma irreflexiva. Por el contrario, la prisión preventiva debe ser justificada en cada caso y eso es tarea del juzgador.
Recordemos la recién premiada película de Justine Triet, Anatomía de una caída (2023), en el que la protagonista es acusada con vigor de un homicidio doloso con motivaciones pasionales en contra de su marido. Juzgada en el país en el que el Estado legalista nació, curiosamente en la ficción fílmica el fiscal pide aplicar la prisión preventiva. La justicia francesa reflexionó y racionalizó que el pedimento debía justificarse bajo diversos parámetros: la duda razonable de responsabilidad, la presunción de inocencia, la existencia de un menor dependiente y con discapacidad visual, la gravedad de los hechos, la disposición voluntaria o no de acudir a juicio, etc.
En última instancia, la gran discusión del tema de prisión preventiva es si impera el respeto a los derechos humanos razonado caso por caso o, por el contrario, la aplicación sin sentido de la generalidad de una ley que no distingue.
POR JUAN LUIS GONZÁLEZ ALCÁNTARA CARRANCÁ
MINISTRO DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN
EEZ