La manipulación de la imagen fotográfica es más antigua de lo que pensamos. ¡Uuuh ya llovió! -decía mi abuela- de aquellos tiempos en que la fotografía se manifestaba en un cuarto oscuro entre químicos y una ampliadora titilante.
Una oscuridad en dónde brillaba el oficio de los buenos técnicos que lograban efectos especiales sobre la imagen de papel. Por intereses políticos o comerciales se modificaron incontables fotografías con técnicas artesanales como cortar y pegar, desde los comienzos de su historia.
Luego, la delicadeza de estas manos abrió la puerta de la vanidad con estrategias para mejorar los retratos, por ejemplo, redefiniendo la silueta de un cuerpo, regulando la cantidad de luz en el papel fotosensible.
Desde hace algunos días, los titulares se han ocupado de los fuegos que levantaron las fotos retocadas de la realeza británica. Una acción que motivó el escrutinio entre una mejora digital y alteraciones formales, cuestionando la credibilidad de la casa real.
Si bien la alteración fotográfica se ha hecho más accesible con el paso del tiempo, también lo ha sido la exigencia de imágenes impecables. Una presión social que ejercemos todos contra todos en la luminosa pantalla, reflejo de nuestro tiempo cargado de pulsión escópica y narcisismo.
Las pretensiones actuales de la representación, desde la realeza, la farándula y cualquier otro individuo, son casi siempre las mismas: ceñirse a los estereotipos de belleza para lograr una imagen perfecta.
En la búsqueda por un tono de piel más clara, ojos enormes, cabello abundante y tallas corporales esbeltas, los resultados pueden ser torpes y los culpables de revelar el truco de la magia digital a través de objetos tasajeados, rostros derretidos como zombies, repetición de fragmentos transparentoides y aberraciones en los espacios del fondo que envidiaría el mismo Grito de Munch.
POR CYNTHIA MILEVA
EEZ