La prosa de Sergio Ramírez es hermosamente densa. No puede ser de otra forma, su pluma carga demasiado bagaje suma de su trayectoria política, su amor por las artes y el interés en personajes de la cultura universal que ha puesto a navegar entre la realidad y la ficción.
A 20 años de la publicación de su novela Mil y una muertes, leerla hoy es embarcarse en un viaje literario que, casi como Alicia en el país de las maravillas, es un festín de personajes e historias paralelas hiladas por Castellón, un fotógrafo nicaragüense “que sabía enfriar sus sentimientos cuando acercaba el ojo al visor del lente”.
Un personaje tan escurridizo como el conejo blanco y de una complejidad que nos enfría por momentos el cuerpo, al traer a la memoria pasajes oscuros de la historia, en los que la cámara, además de ser testigo, protagonizó dilemas éticos por su intensidad voyerista.
La edición mexicana no tiene fotografías impresas a diferencia de una posterior española, lo que las convierte en obras muy distintas entre sí, pues a falta de las referencias visuales que por un lado supone el esfuerzo de ir construyendo mentalmente las fotografías descritas, por el otro lado brinda la oportunidad de leerlas textualmente.
Un juego semiótico que da cuenta del dominio que Ramírez tiene del lenguaje fotográfico, pues no sólo evoca a los pilares de la teoría fotográfica como Roland Barthes, Susan Sontag o W.J.T. Mitchell, además construye un texto complejo en torno a la raíz del medio fotográfico.
Mil y una... compila un manojo de historias que van de la trágica a la cómica finitud y que rulfianamente otorga voz al ausente para contar su propia historia. Una recomendación de lectura para los amantes de la fotografía, que puede acompañarse con el cafecito otoñal, en vísperas de que el país se coloree de naranja y rosa mexicano en nuestras celebraciones de Día de muertos.
POR CYNTHIA MILEVA
EEZ