Llegar a ser identificado por su estilo es, quizás, lo mejor que puede ocurrirle a un artista. En la pintura, del Greco a Pieter Brueghel, de Picasso a Botero, la identidad pesa. En esta lista ocupa un sitio relevante Tamara de Lempicka (1898-1980), cuyas figuras tan elegantes como toscas, invariablemente distorsionadas, llenan los lienzos y permiten reconocer a su autora a la distancia.
Si nació en Polonia o en Rusia, da lo mismo. Lo cierto es que perteneció a una familia acaudalada y que pasó sus primeros años en Varsovia. Luego, se mudó a Lausana donde a sus doce años, insatisfecha con el retrato que una pintora hizo de su hermana, decidió pintarla de nuevo: fue su primera expresión artística, según cuenta ella misma. Los viajes que efectuó con su abuela por Europa alentaron su gusto por la pintura y, más importante aún, confirmaron su vocación.
Más tarde, se fue a vivir a San Petersburgo, contrajo matrimonio con el abogado que le dio el apellido que ella utilizó en su carrera artística y, tras la llegada del régimen bolchevique, la pareja y su pequeña hija se instalaron en París. Ahí tomó clases de pintura y adquirió ese estilo que la identificaría. Mezcló el cubismo con el art decó: “cubismo suave”, se le denominó.
Alcohólica, cocainómana y bisexual, disfrutaba ir de una fiesta orgiástica a otra. Se ufanaba de su origen y presumía su libertad, ante la silenciosa tolerancia de su marido. Un día, se hartó de él y se casó con un aristócrata. “La baronesa con pincel”, se le apodó. Pero, también, “La belle polonaise” y “La diosa de la era del automóvil”. Representó a su época y a su círculo social con escandalosa exactitud.
Consiguió que decenas de personas adineradas quisieran un retrato pintado por ella. Su pintura se convirtió, así, en una formidable fuente de ingresos. Uno de sus cuadros más célebres es el autorretrato, donde ella conduce un lujoso automóvil mientras observa con desprecio al espectador, ajena a lo que éste pueda pensar.
Merecen mención, asimismo, sus desnudos, los cuales desbordan sensualidad. En sus parejas lésbicas, basta una mirada directa y otra estrábica para distinguir a quien domina y a quien es dominada.
Fascinada por Jean Auguste Ingres, recreó algunos de sus cuadros, como Angélica –la doncella encadenada que espera la llegada de la bestia que la devore o del héroe que la rescate– y El baño turco, donde un grupo de jovencitas se solazan entre sí. Sus mujeres suelen tener rasgos masculinos y sus varones, rasgos femeninos. El amaneramiento de cada una de sus figuras y las poses afectadas le ganaron un sitio prominente en el decadentismo y el art decó.
Al estallar la Segunda Guerra Mundial, el matrimonio se trasladó a Nueva York y ella cambió su estilo. Probó con el arte abstracto, pero dejó de ser ella: los nuevos cuadros no tuvieron mayor éxito. Al morir su marido, se trasladó a Houston y, en 1974 se instaló en Cuernavaca, donde murió. Pidió que sus cenizas fueran arrojadas sobre el cráter del Popocatépetl, deseo que su hija cumplió.
POR GERARDO LAVEAGA
PROFESOR DEL ITAM
@GLAVEAGA
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