En el centro de Roma, a unos metros de las murallas del Vaticano, se erige el Castel Sant’Angelo, una imponente fortaleza medieval que en algún momento gozó del honor de ser el edificio más alto en la Ciudad Eterna. Al sur, la entrada a la fortaleza se extiende hacia un puente con el mismo nombre, de casi dos milenios de antigüedad y que, flanqueado por maravillosas estatuas renacentistas, se ha convertido en una de las imágenes más emblemáticas de la capital italiana.
Según narra la leyenda, el día de ayer —11 de septiembre—, el emblemático puente fue visitado, como cada año desde hace 423 años, por una temible aparición: el espectro de una joven que lo atraviesa con melancolía, cargando en uno de sus brazos su propia cabeza decapitada.
La mujer en cuestión no es otra que Beatrice Cenci, una joven noble romana ejecutada en 1599 por el imperdonable delito de defender su propia dignidad frente a la indiferencia y complicidad de las autoridades civiles y eclesiásticas. Su “víctima” no fue otro que su propio padre, el Conde Francesco Cenci, influyente aristócrata renacentista descrito por sus contemporáneos como un “hombre de gran riqueza pero de hábitos disolutos y temperamento violento”, hábitos que incluían el abusar físicamente de su esposa y sus hijos varones y sexualmente de su hija Beatrice.
Aunque Beatrice buscó en repetidas ocasiones el auxilio de las autoridades para poner fin a la pesadilla, no encontró más que indiferencia de un sistema para el cual el patriarca —y más aún si contaba con la riqueza y el poder de Francesco— era el amo y señor de su hogar; el poder del Estado, en todo caso, debía mantenerse al margen. Quienes sí fueron castigadas, no obstante, fueron la propia Beatrice y su madrastra Lucrezia, quien había reemplazado a la difunta primera esposa de Francesco como víctima de sus “hábitos y temperamento”. Ambas fueron enviadas lejos de Roma, a un castillo de Francesco donde no pudieran manchar su reputación.
Fue probablemente éste en el momento en que Lucrecia y Beatriz, junto con los dos hijos varones del conde, decidieron que no había más alternativa: tomarían en sus manos la justicia que les habían negado. Ayudadas por dos vasallos del conde, aprovecharon una de sus visitas al castillo para sedarlo, matarlo con un martillo y arrojar su cuerpo por la ventana, tratando de aparentar un accidente.
Pero la verdad fue eventualmente descubierta, a pesar de la heroica resistencia de uno de los vasallos, quien eligió el tormento y la muerte antes que revelar el secreto. El tribunal determinó, sin vacilar, la procedencia de la pena capital. El pueblo romano, enterado de la siniestra verdad, protestó enérgicamente contra la condena, pero el Papa Clemente VIII, temeroso de sentar un precedente peligroso, se negó a mostrar piedad. Beatrice fue decapitada en el famoso puente, junto con Lucrezia y el hijo mayor de Francesco —el menor, de sólo 12 años de edad, fue considerado demasiado joven para ser ejecutado.
Pero el espíritu de Beatrice habría de sobrevivir a su cuerpo mortal, y su mensaje, más de 400 años después, sigue siendo claro y poderoso tanto para las mujeres de entonces como para las de hoy: el reconocimiento de su dignidad, de su derecho a existir libres de la sombre de la violencia y la opresión nunca ha sido algo que pueda darse por sentado; es el producto de una lucha milenaria, llena de dolor y sacrificios, pero también de gloria y conquistas
Los triunfos logrados en años recientes en la lucha de la mujeres por ser dueñas de sus propias existencias, sus proyectos de vida y de sus cuerpos, no son productos espontáneos, entregadas con displicencia por los tribunales o las legislaturas; son el producto de la lucha constante de millones de mujeres, tanto en lo individual como a través de las miles de colectividades que cada día cobran nuevo vigor, superando uno a uno todos los obstáculos, aún a sabiendas de que, en ocasiones, ha sido necesario pagar —como el caso de Beatrice Cenci— el precio más alto.
POR JUAN LUIS GONZÁLEZ ALCÁNTARA CARRANCÁ
MINISTRO DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN
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