Columna Invitada

De tiranos y conservadores

Creado por la Constitución Centralista de 1836 (las “Siete Leyes Constitucionales”), el Supremo Poder Conservador, constituía una verdadera innovación en el constitucionalismo decimonónico

De tiranos y conservadores
Juan Luis González Alcántara / Columna Invitada / Opinión El Heraldo de México Foto: Especial

Cuando en 1928, en medio de las turbulencias que plagaban Europa entre dos guerras mundiales, el jurista austríaco Hans Kelsen, propuso la creación de un “Tribunal Constitucional”, encargado de anular los actos de gobierno que violentaran la Ley Suprema, para sus contemporáneos pareció una excentricidad inédita e imposible de practicar. Pocos o ninguno, seguramente, habrían de saber y menos recordar que, 90 años atrás, un experimento semejante había tenido lugar en la Segunda República Mexicana.

Creado por la Constitución Centralista de 1836 (las “Siete Leyes Constitucionales”), el Supremo Poder Conservador, constituía una verdadera innovación en el constitucionalismo decimonónico. Estructuralmente independiente de los otros tres poderes, su función era una sola: revisar, a solicitud de alguno de aquéllos, la correspondencia entre los actos públicos y el texto constitucional y cuando lo contravinieran, invalidarlo.

Su historia, tan breve como trágica, se habría de desenvolver entre 1837 y 1841, durante la segunda y tercera presidencias de Anastasio Bustamante (aunque con un breve intervalo de 4 meses en 1937). Para un hombre que había alcanzado el poder por vía sangrienta con el asesinato de Vicente Guerrero, gobernar por decreto y con lujo de violencia le resultaba lo más natural. No estaba dispuesto a permitir que algo tan “intrascendente” como una Constitución se interpusiera entre él y su gobierno.

La primera salva llegó a finales de 1839, con un decreto mediante el cual el Generalísimo ordenó a la Comandancia de Puebla juzgar militarmente a ladrones y salteadores de caminos, ante ello la Suprema Corte solicitó la intervención del Supremo, procediendo a invalidar el decreto por contravenir una prohibición Constitucional de crear tribunales especiales. Pero el aspirante a dictador no estaba dispuesto a ceder: en lugar de acatar la resolución, declaró nulo el decreto y envió una iniciativa de idéntico contenido al Congreso, -sin duda- amedrentado, la aprobó de inmediato.

Nuevamente, el Supremo procedió a anular la ley, pero la tensión política comenzaba a pasar factura: temeroso ante las aspiraciones dictatoriales de Bustamante, el Secretario del órgano, Francisco Sánchez de Tagle, se negó a firmar el decreto, y fue suplido por el miembro menos antiguo, Manuel de la Peña y Peña. El Ejecutivo encontró en formalismos la excusa perfecta: sin la firma del cuarto integrante, la resolución no tenía valor y, por lo tanto, podía ser ignorado con impunidad.

El orden de batalla estaba listo: el Supremo, sin ceder a la presión, insistió en su postura. Para “zanjar” la cuestión, el Congreso presto, como suele trabajar, aprobó una nueva ley, privando de valor expresamente (y con efectos retroactivos) a toda resolución del Supremo que careciera de las cinco firmas. En una nueva impugnación, el Supremo procedió a anularla; pero la batalla estaba perdida: pasando por alto la última resolución, que ignoraba a su vez la orden del Ejecutivo. El ejército patrullando caminos, capturando y ejecutando a ladrones y salteadores —a estas alturas, el enjuiciamiento era una formalidad vacía-. También vigilaba de cerca a los cinco miembros del Supremo, con la orden de arrestarlos si acaso trataban de abandonar la capital, reducida para entonces a una pesadilla distópica. 

Cuando, en septiembre de 1841, el Plan de Tacubaya disolvió al Supremo Poder Conservador, éste no era más que un esqueleto sin vida: sus cuatro resoluciones habían sido flagrantemente ignoradas. El Estado de derecho y las libertades fundamentales habían sido aplastadas por el peso implacable del Ejecutivo, y el desprecio por la Constitución y la Ley.

Casi un siglo después, los juristas de Viena decidieron ignorar esta lección; el precio fue más de una década de terror e ignominia bajo el yugo nazi. No podemos pensar, hoy en día, que estos fantasmas del pasado se han ido para no volver jamás; están ahí, acechándonos, esperando al primer momento en que se cometa la osadía, tan común en la tragedia humana, de olvidar las enseñanzas de nuestra historia. El drama como una escena de teatro está lista para volver a presentarse en lo que podría ser una nueva representación.

POR JUAN LUIS GONZÁLEZ ALCÁNTARA CARRANCÁ
MINISTRO DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN
 

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