Cuando salió a la luz la magnífica crónica y reflexión de Hanna Arendt sobre el juicio del criminal de guerra Adolf Eichmann, muchas de las críticas dirigidas a la autora reflejaron más un ánimo irracional que una construcción intelectual sólida. Y era de esperarse –comprensible, pero injustificable– que buena parte de los ataques, incluso amedrentadores, en contra de la filósofa provinieran de la esfera política israelita.
El profesor norteamericano Richard J. Bernstein recalca la importancia de leer y releer a Hanna Arendt bajo una tríada conceptual: política, verdad y mentira en un debate en el que la arena cívica se ve inflamada de afirmaciones o negaciones aparentes y retóricas que en nada cumplen con la objetividad de la verdad racional. La insistencia de revisar la postura de Arendt a partir de Eichmann en Jerusalén es que sigue vigente la tragedia de la política que en movimiento pendular va de la mentira a la verdad de ida y vuelta y que tales reflexiones se hacen extensivas a cualquier tópico político en la discusión contemporánea.
Arendt pensaba, dice Bernstein, que las críticas estaban más dirigidas a una “imagen creada” –por ejemplo, cómo una judía minorizaba la personalidad de Eichmann como asesino– y no tanto en contra de lo que realmente había escrito –como sería una discusión en torno a la banalidad de la maldad, concepto construido por la propia Arendt en su crónica–.
El foro político se ve plagado lastimosamente de demagogos que, al decir de Cicerón, utilizan la retórica como herramienta para mentir y fijar en la mente del auditorio una apariencia de verdad, pero que no corresponde a la realidad. Sería innegable actualmente la máxima que diría: política y verdad nunca se han llevado bien.
Arendt y Bernstein distinguen dentro de la política dos tipos de verdades: la racional y la de los hechos. La diferencia es simple: la primera resulta necesaria y universal, mientras que la segunda es causal y contingente. Ambas, en todo caso, se oponen a la mentira que trastoca la lógica y naturaleza de las cosas y tergiversa los hechos y las realidades. Sin embargo, la mentira política que pretende hacer mella en la inconstante opinión pública tiene dos aliados envidiables: el poder y la fuerza.
Resulta lamentable cómo ante lo incuestionable de la verdad –lo es por definición y naturaleza– se estrella ante una ciudadanía convencida por la falacia –por absurda y tambaleante que sea– apariencia de pies de barro que logra su propósito: convencer deslealmente y producir un debate deficiente.
En escenarios como el antes descrito y que pululan en todas las latitudes -incluido nuestro país- se diluye otra máxima: la igualdad en el debate, esto es, cómo discutir los asuntos públicos sobre una base de mentiras y sin identidad de circunstancias. Lo que propicia que se alimenten los prejuicios, las descalificaciones y una serie de entidades de lo irracional.
El imaginario político está tan cargado de mentiras, grandes y pequeñas, muchas de ellas deliberadas que, terminan siendo verdades institucionales por atroz que sea. Ante la realidad que vivimos, como en su momento lo afirmó Arendt, “lo esencial es para mí, la necesidad de comprender”.
POR JUAN LUIS GONZÁLEZ ALCÁNTARA
MINISTRO DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN
PAL