Hoy en día, un ingrediente imprescindible de cualquier democracia moderna es el reconocimiento —en muchos casos, a nivel constitucional— de los derechos básicos de la clase trabajadora. Ante la innegable disparidad de poder entre patrones y trabajadores, estos últimos cuentan, al menos con la garantía de su derecho a asociarse para hacer valer sus derechos y, en última instancia, a recurrir a la huelga cuando el proceso de negociación ordinario fracasa.
Pero la situación se vuelve un tanto más compleja para los trabajadores del sector público, pues en este caso su patrón —el gobierno— es, al menos en teoría, el mismo que tiene a su cargo proteger sus derechos. ¿Es posible, en estos casos, crear un sistema objetivo e imparcial para solucionar estas controversias? En un mundo donde el gobierno da empleo a un porcentaje cada vez mayor de la población —en los países de la OCDE, esta cifra oscila, en promedio, alrededor del 18%—, encontrar una respuesta a esta pregunta se vuelve cada vez más acuciante.
Frente a este dilema se encontró la sociedad británica en noviembre de 2011, cuando el gobierno, como parte de su programa de austeridad, propuso una reforma amplia al sistema de pensiones del sector público, que incluía un incremento de la edad de retiro y una reducción general de los montos de las pensiones, en detrimento de la seguridad financiera y el bienestar de sus trabajadores. En respuesta, un porcentaje amplio del sector público se movilizó en protesta.
Hasta ese momento, la postura del gobierno había consistido en desestimar el problema, negando su impacto y culpando a la oposición de tratar de capitalizarlo políticamente. Inclusive un comentarista de televisión —sin duda deseoso de agradar al oficialismo— “bromeó” sugiriendo ejecutar a los trabajadores frente a sus familias. Pero esta postura se volvió insostenible cuando, el 30 de noviembre, más de 2 millones de trabajadores públicos suspendieron actividades. 19,000 de las 21,700 escuelas británicas cerraron total o parcialmente, y 6,000 de 30,000 cirugías no urgentes fueron canceladas. La verdad ya no podía ocultarse a la sociedad: millones de trabajadores veían amenazada su subsistencia y sus planes para el futuro por decisión de un gobierno para el cual no eran más que una cifra en el papel.
Eventualmente, el gobierno habría de ceder y sentarse a negociar con los trabajadores, lo que resultó en una revisión al plan de pensiones que garantizara la seguridad y dignidad de sus trabajadores. Pero la huelga también trajo a la atención pública cuestiones más amplias sobre el sector público, concientizando a la sociedad y fomentando el debate sobre su seguridad en el empleo, sus condiciones de trabajo y el impacto de las medidas de austeridad en los trabajadores.
Son muchas las lecciones que podemos aprender de este ejemplo, pero quizá la más importante es la necesidad de replantearnos con seriedad la naturaleza de la relación entre el gobierno y sus trabajadores. Esta clase de decisiones que afectan de la noche a la mañana a millones de personas no son tomadas, como en el sector privado, por empresarios que buscan maximizar sus ganancias a costa de sus empleados, sino por otros servidores públicos que —al menos en teoría— comparten una misma vocación de servicio. La falta de solidaridad y empatía con los más vulnerables —aquí, más que en cualquier otro lugar— resultaría imperdonable.
POR JUAN LUIS GONZÁLEZ ALCÁNTARA
MINISTRO DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN
PAL