Ha comenzado la Copa Mundial de Fútbol, una de las dos grandes competencias deportivas internacionales -con los Juegos Olímpicos- que más atraen la atención y las pasiones de los aficionados.
Para aficionados de hueso colorado y villamelones por igual, esta es una gran oportunidad para pegarse al televisor y convivir con (o ignorar) a aquellos a su alrededor. Con o sin alcohol de por medio, aquí afloran pasiones, filias, fobias, prejuicios y emociones de todo tipo. El fútbol como pretexto para quitarse la máscara y mostrarse tal cual es cada quien.
Los mexicanos, acostumbrados a los vaivenes de la ilusión y la desesperanza, parecemos escépticos ante las posibilidades de nuestro representativo, pero aún así dedicaremos tiempo, energía y algarabía a animar a la distancia a la selección nacional. Digo a la distancia, pero mención aparte merecen las decenas de miles de aficionados mexicanos que han viajado a Qatar, que podrían llegar a sumar ochenta mil y ser uno de los cuatro contingentes más grandes de viajeros al Mundial. ¿Crisis? ¿Cuál crisis?
Es esta una de las Copas del Mundo más politizadas y controvertidas de las que yo tenga memoria. Desde la selección del país sede, cuyas leyes y normas sociales y culturales van a contrapelo de muchas de las del mundo en lo que a libertades y respeto a la diversidad respecta, pero también por las lamentables condiciones laborales de los trabajadores extranjeros que hicieron posible el “milagro” de la infraestructura construida literalmente a marchas forzadas para la celebración del Mundial.
Las críticas a Qatar por el trato discriminatorio a personas LBGTQ o la explotación de los trabajadores migrantes son justas y correctas, pero conllevan también una cierta dosis de hipocresía: la sede se definió con mucha antelación y las condiciones ya eran bien conocidas, y más de una nación participante podría ser señalada por sus propios abusos y excesos, actuales o históricos.
Y las protestas fueron sonoras hasta que la FIFA endureció la pierna: en cuanto amenazó con sancionar con tarjeta amarilla a cualquier jugador que portara un brazalete en apoyo a la diversidad, la protesta se esfumó. Pero la politización e hipocresía ya venían de antes, por la exclusión de la selección nacional de Rusia, como represalia por su invasión a Ucrania, una inaceptable conflación de política y deporte que sienta un nefasto precedente y presagia que el fútbol internacional tome la triste ruta de los boicots que marcaron los Juegos Olímpicos de los ‘80s del siglo pasado. La doble moral ahora se apropia del balompié.
¿A quién le van ustedes? Cada quien a su representante nacional, obviamente, pero hay tantas selecciones y tantos partidos que se puede complicar.
Yo tengo una fórmula muy sencilla: además de al Tri, mi masoquismo se extiende a irle a los equipos “chicos”, los no favoritos. Eso me garantiza un cierto sufrimiento noble, un sentir que mi afición frustrada se justifica moralmente. Y me evita también hacer el ridículo con mi pésima habilidad para las apuestas.
Así que ya lo saben, durante las siguientes cuatro semanas, el estoicismo será mi bandera,
Que ganen los mejores.
POR GABRIEL GUERRA
COLABORADOR
GGUERRA@GCYA.NET
@GABRIELGUERRAC
MAAZ