La filtración de documentos de la base datos del Ejército Mexicano ha provocado un verdadero movimiento telúrico al interior del gobierno federal. Se trata de un océano de información clasificada que nutre diariamente a medios de comunicación de todo tipo. Guacamaya y su detonador en nuestro país —Latinus de Carlos Loret— abrieron la puerta no sólo para dar a conocer secretos de Estado que dañan la seguridad nacional, sino también para desnudar el grado de incapacidad por parte de la administración de López Obrador en su objetivo de cuidar su interés propio.
Al seguir la lógica irracional, según la cual gran parte del gasto público era susceptible de ser reducido por tratarse de lujos innecesarios o espacios disponibles para la corrupción neoliberal, la administración pública ha sido desmantelada tanto en la parte correspondiente a los recursos humanos calificados, como en su propia infraestructura.
La vulnerabilidad del Estado mexicano aumenta significativamente frente al crimen organizado y ante los movimientos de una sociedad civil que forma desorganizada busca salidas ante la incertidumbre existente. Resulta paradójico que, a mayor concentración del poder presidencial, menor capacidad de acción por parte de las instituciones encargadas de gobernar el país.
Desde las responsables de la salud y la educación, hasta las de seguridad e impartición de justicia. Lo que era un ineficiente aparato de Estado se ha convertido en un instrumento inservible siquiera para los propios intereses de quienes hoy ocupan el poder.
Por lo pronto parecería ser que los escándalos diarios derivados del guacamayazo no afectan ni la popularidad presidencial, ni el proceso de sucesión presidencial anticipada. Pero es este un proceso de deterioro institucional paulatino que va mermando día con día la capacidad de acción de un gobierno inercial carente de la energía suficiente para terminar satisfactoriamente el sexenio.
Los problemas derivados de una deuda pública en ascenso junto con un crecimiento económico nulo, aunados a la desaparición del Estado producto de la demolición de sus órganos de gobierno, auguran una crisis inevitable si no se toman medidas excepcionales desde ahora. No se trata de un catastrofismo anticipado, sino de la preocupación evidente ante lo que representan estas bombas lanzadas desde todos lados y frente las cuales la ciudadanía carece de defensa alguna. Estos explosivos tienen un detonador de tiempo y su mecanismo ha sido activado desde hace mucho.
Es responsabilidad de los gobernantes actuar en consecuencias o asumir finalmente la responsabilidad por la acción u omisión en el momento de la tragedia.
POR EZRA SHABOT
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