COLUMNA INVITADA

El riesgo de vivir sin riesgo

Según el escritor José Luis Martín Descalzo: “Si los hombres tuvieran que elegir entre una vida feliz pero peligrosa, arriesgada, difícil, y otra vida más chata, más vulgar, pero segura y sin miedos a posibles crisis y altibajos, la mayoría sin vacilación elegiría esta segunda”

OPINIÓN

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Paz Fernández Cueto / Colaboradora / Opinión El Heraldo de México Créditos: Foto: Especial

Empezamos el año 2022 con la esperanza de que éste sea mejor que el que se ha ido, pese a amenazas de la ómicron, variante de coronavirus menos agresiva, pero más contagiosa, en la que algunos creen ver una luz que se asoma al final del túnel. Esto no quita los tiempos difíciles que se avecinan después de dos largos años de pandemia, años que han puesto de cabeza al mundo entero, habiéndose tenido que adaptar a nuevas formas de vida de incalculable impacto en la dinámica social.

La vida implica un riesgo y éste, el de la post pandemia, es el que nos ha tocado vivir. Riesgo que debemos asumir con prudencia, pero también con valentía y realismo, evitando que el miedo o la excesiva precaución paralicen el alma, los muchos o pocos años que resten por vivir. La ilusión por la vida no depende de los laboratorios, ni de la eficacia de sus vacunas; la vida es corta y hay que vivirla intensamente como venga, asumiendo sus riesgos.

Gabriel Marcel, filósofo existencialista, solía decir que “el deseo primordial ya no es la dicha sino la seguridad”, máxima aspiración del hombre moderno. Nos hemos vuelto desconfiados, prevenidos, calculadores; toda gira en torno a una seguridad en ocasiones egoísta y, a menudo paralizante, como si tuviéramos la vida comprada o como si nunca fuésemos a morir. Seguridad que actúa como freno para quienes prefieren vivir a medias que arriesgarlo todo por miedo a sufrir un fracaso. Nuestros antepasados arriesgaron el todo por el todo, venciendo obstáculos y dificultades, con tal de conquistar un ideal; sin sus agallas y tenacidad a toda prueba, ni el mundo sería lo que es, ni muchos estaríamos aquí.

En estos tiempos, todo tiene que estar perfectamente calculado, medido, planificado. La vida entendida como riesgo o como aventura se mira con sospecha o se percibe como una locura; nos hemos formado un modelo de vida sin riesgos, pero también sin sueños, sin ilusiones, sin esperanzas. Al poner en primer término la seguridad, hemos apostado por la mediocridad, dejando que sea el miedo o la angustia lo que domine la existencia. Según el escritor José Luis Martín Descalzo: “Si los hombres tuvieran que elegir entre una vida feliz pero peligrosa, arriesgada, difícil, y otra vida más chata, más vulgar, pero segura y sin miedos a posibles crisis y altibajos, la mayoría sin vacilación elegiría esta segunda”.

Éste es el mensaje que a veintiún siglos de distancia nos transmiten los tres Reyes que vinieron de oriente. Astrólogos o astrónomos de la antigüedad, hombres de ciencia habituados a interrogar el esplendor del cielo y a observar las estrellas, habían oído que cuando el Mesías naciera, una estrella se levantaría y, un día, mirando al cielo la vieron salir. Lo cierto es que comprendieron con aquella señal, que había nacido un libertador y que habría que ir a buscarlo lejos, junto a Jerusalén, la ciudad santa del judaísmo. Atraídos por la fuerza de la verdad, no dudaron en dejar parientes, patria, lujo y comodidades para lanzarse tras las huellas del Dios desconocido.

Si la vida depende de múltiples factores que escapan de nuestras manos, lo único que justifica el riesgo de vivir es el amor. Nos arriesgamos en la medida en que amamos y por todo aquello que amamos, porque la medida del riesgo es el amor y, en esa misma medida, se experimenta la felicidad. Para el creyente, el riesgo de vivir se convierte en abandono y confianza en los designios divinos de todo aquello que no está en nuestras manos controlar, con la certeza que Dios guía siempre con su estrella a todo el que se lanza en su búsqueda, hasta encontrarlo.

POR PAZ FERNÁNDEZ CUETO
PAZ@FERNANDEZCUETO.COM

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