El mes pasado cerró uno de los años más extraños y memorables. Segundo año de la pandemia, de restricciones de viaje y de acceso, del uso generalizado de cubrebocas y antisépticos, de una economía que lucha por recuperarse a pesar de las limitaciones exógenas. Pero también fue, en más de un sentido, un año de nuevas esperanzas, de la creación, producción y distribución masiva de vacunas, de la rehabilitación de espacios públicos (con restricciones, desde luego) y de la renovación de la esperanza de una “vuelta a la normalidad”.
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Con este torbellino de impresiones y emociones contradictorias recibimos las fiestas decembrinas que, para muchos, han sido, desde que tenemos memoria, la ocasión por excelencia para congregarnos y celebrar con familia y amigos la conclusión de un año más, así como la preparación del siguiente.
Nuestro canon literario – sacro o secular – abunda en narrativas situadas durante estas fechas, y otros medios artísticos cuentan igualmente con una fuente inagotable de historias ubicadas en las fiestas decembrinas, a menudo enarboladas en torno a la familia y el amor al prójimo.
Sin embargo, fue una historia muy distinta la que vino a mi mente en estos días, una cuya temática se aparta tan radicalmente del espíritu de las festividades que parece imposible de conciliar con ellas. Me refiero a La máscara de la Muerte Roja, un extraño y fascinante relato corto publicado por Edgar Allan Poe en 1919.
En este cuento, ubicado en algún lugar innominado en la Europa medieval, su protagonista, un astuto y despreocupado príncipe cuyos dominios son diezmados por el avance implacable de la “muerte roja”, una epidemia mortal, decide encerrarse, junto con otros mil nobles, en una abadía fortificada. Acumulan amplias provisiones, bloquean cualquier acceso al mundo exterior, y se dedican, durante meses, a disfrutar de los placeres terrenales. Pero su algarabía llega a su fin seis meses más tarde, durante un baile de máscaras, en donde el príncipe descubre, para su horror, a un asistente inesperado: la muerte roja, ante la cual caen fulminados, uno a uno, todos los participantes.
Por terrible y grotesco que parezca el relato, es imposible evitar las comparaciones con nuestra situación actual. Cuando, en las fiestas decembrinas, reunidos con la familia y amigos, pretendemos dejar fuera el mundo con sus preocupaciones, olvidamos que esas preocupaciones y ese mundo son parte de nosotros, que el peligro no ha terminado, y que estamos aún lejos de una existencia que podamos definir como “normal”. Olvidamos que nuestra pandemia, al igual que la del relato, no distingue por edad, género o condición social, y que cualquier apariencia de seguridad que podamos tener es sólo un espejismo que se desvanece ante la aparición del primer síntoma.
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La batalla está lejos de haber concluido. En nosotros queda elegir entre seguir luchando o, como los danzantes del cuento, sucumbir ante nuestra propia complacencia.
POR JUAN LUIS GONZÁLEZ ALCÁNTARA
MINISTRO DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN
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