Supuse que habría desaparecido por efecto de la pandemia. Tantas cosas y gente que hemos perdido en este periodo de adversidad. Amigos, parientes, nombres que deberemos tachar en nuestra agenda.
Eso me ocurrió con el visitante nocturno que solía visitar la barda del patio trasero. Marsupial a fin de cuentas, el tlacuache de cola güera no volvió a aparecer desde hace un mes. Hay gente que los caza y los cocina. Dicen que su carne se parece a la del borrego. No lo sé.
Era uno de los caprichos de Alfredo López Austin, el desaparecido historiador que nos abandonó la semana anterior. A lo largo de sus expediciones como antropólogo observó que un personaje asomaba en figuras y vasijas de una y otra de cultura; lo mismo entre los mixtecos que entre los mexicas, los huastecos, los mayas mismos. El tlacuache como un tercer invitado de todos los hogares, principalmente de noche, para llevarse algún mendrugo y dejar su rastro pestilente.
No por nada Francisco Gabilondo Soler lo celebra en una de sus canciones más entrañables…
“El señor tlacuache, compra cachivaches, y para comprarlos, suele pregonar: ¡Botellas que vendan!, ¡Zapatos usados!, Sombreros estropeados, pantalones remendados… cambio, vendo y compro por igual”.
Tiene fama de ladronzuelo, por decir lo menos, sin que eso implique pertenecer a alguno de los partidos políticos de viejo o reciente cuño, faltaba más. Así lo afirmaba el bonachón historiador nacido en 1936:
“Sí, el tlacuache tiene fama de ladrón, puede robar lo que le dé la gana, porque tiene cola prensil, así como un marsupio o bolsa en la que lleva a sus crías y unas manitas que no son comunes entre los animales. Es el astuto que enfrenta el poder de los jaguares, el abuelo sabio y respetable, pero al mismo tiempo es un pícaro que hace bromas y engaña, un ladrón, fiestero, borracho, parrandero y lascivo”.
Imagino que todos tenemos algo de tlacuache. Mustios, picarones, oportunistas, nocturnos, taciturnos, gorrones y un tanto libidinosos. Supongo. No es un crimen cifrado en la Constitución… ni que pretendiéramos despojar al pueblo de su santa electricidad de cada día; danos de hoy. Faltaba más.
Vivir de las piltrafas, era lo suyo. Al tlacuache cola güera le dejaba de todo… quesadillas a medio comer, plátanos prietos, algún sándwich pasado, un trozo de panqué Bimbo que lo enloquecían. O, como refería López Austin: “Su régimen alimenticio le permite comer de todo, incluso carroña y como le gusta el aguamiel de los magueyes, roba estas plantas. Entonces, se puede asegurar que no sólo es un ladrón, sino también un borracho…” Lo espiaba cuando se relamía las patitas, porque sí, el tlacuache es la alimaña más humana, después de los perros. Y ahora que vamos superando, al parecer, los peores momentos de la pandemia, será el momento de restablecer nuestra relación con el entorno. Recuperar los sitios de encuentro, las avenidas, las oficinas, los salones de clase, los cines y los bares.
Ningún tlacuache se ha enterado, por cierto, de la pandemia. Siguieron en lo suyo, tan campantes, sin angustiarse ante la pantalla del televisor. Siguen pregonando, como bien refería el inolvidable Cri-crí:
”¡Papeles que vendan!, ¡Periódicos viejos!, Tiliches chamuscados y trebejos cuatrapeados… cambio, vendo y compro por igual”.
Como él, que de tan cotidiano en la tradición mesoamericana se trata de un personaje casero, casi casi como los gatos ambulantes. Por lo mismo es dueño de secretos maravillosos robados de la intimidad del hogar. Un viejo sabio capaz de recomponerse y resucitar. Como él, decía, todos vamos asomando por la puerta de casa. “¿Ya pasó todo?”.
Y en lo que escribo estas líneas, al oscurecer, he puesto un panquecito en la barda del patio trasero. Estoy seguro que mañana ya no estará ahí. Es mi esperanza.
POR DAVID MARTÍN DEL CAMPO
ESCRITOR Y PERIODISTA
PAL