“Lo contrario de hablar no es escuchar. Lo contrario de hablar es esperar”. “Nunca permitas que tu hijo te llame por el nombre de pila. No te conoce lo suficiente”. “El arroz integral es pesado, esponjoso y está dotado de connotaciones religiosas desagradables”. Así, a ráfagas de lucidez retorcida, con ese humor como de filosofía existencial ácida que mucho tiene de parentesco con los de, digamos, Seinfeld, Larry David o Groucho Marx, y sin duda con el de la gran Dorothy Parker, Fran Lebowitz, nacida el año 50 en Nueva Jersey pero neoyorquina de cepa; columnista en la Interview de Andy Warhol, al que no soportaba; lectora de las que acumulan libros sin parar; fiestera que odia a muerte los deportes, amigota de Toni Morrison o Susan Sontag, se hizo famosa hace ya mucho, entre finales de los 70 y el arranque de los 80, cuando publicó dos libros exitosísimos, Vida metropolitana y Estudios sociales.
Y famosa es todavía, a pesar de que a esos libros les ha seguido una cultivada sequía, solo interrumpida por un impredecible libro para niños.
¿Cómo se explica ese fenómeno? Imposible saberlo. Pero ayuda a entenderlo, y mucho, la mini serie recién estrenada por Netflix, Imaginemos que Nueva York es una ciudad, protagonizada por ella y dirigida por otro de los grandes cronistas del Nueva York de los 70 y 80, un tal Martin Scorsese, es decir, el caballero que, por ejemplo, dirigió New York, New York, Buenos muchachos, Bandas de Nueva York, La edad de la inocencia o After Hours.
¿De qué hablamos? De siete episodios en los que Lebowitz, una falsa amargosa –no se engañen: los cínicos que tienen humor, como ella, son en realidad personas que se la pasan muy bien en la vida–, se explaya sobre lo que quieran: las virtudes del tabaco, su rechazo legendario a la tecnología, las bibliotecas, el negocio inmobiliario o las animaladas del alcalde Bloomberg, al que jode sin descanso por decisiones como gastarse 40 millones de dólares en poner camastros en Times Square –un sitio al que, en efecto, no es que uno piense habitualmente en ir a echarse una siesta.
¿Se sostiene la serie? Y mucho más que eso. Pasa que a la inteligencia mordaz de Lebowitz se suma el director ideal. Y es que Scorsese, que ya en 2010 había hecho con ella el documental Public Speaking, es uno de esos bichos rarísimos que a un talento desaforado suman una capacidad inagotable para admirar el talento ajeno, como prueban sus documentales sobre Bob Dylan o los Stones, o su empeño continuo en restaurar y difundir obras del gran cine clásico.
¿Qué hace aquí Scorsese, además de dirigir? Habla poco, oye mucho y ríe muchísimo. A veces, para usar la cita de la propia Lebowitz, lo contrario de hablar, o sea esperar, es lo más inteligente que puedes hacer.
No se la pierdan: hoy, sabemos, la inteligencia escasea.
POR JULIO PATÁN
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