Las letras que conforman este texto ya existían antes de teclearse: están almacenadas en una computadora. Alguien oprime un botón y la pantalla responde mostrando un signo. Esos signos forman palabras, las cuales forman renglones, columnas y páginas. El proceso es tan eficiente que pocas veces se piensa que detrás hay un profesional, el diseñador de fuentes tipográficas. Al decidir su aspecto, en buena medida él (o ella) es responsable de que las letras sean legibles. Si bien para algunas personas ajenas al medio ya existen muchas fuentes, lo cierto es que se siguen requiriendo nuevas opciones para generar mensajes con un tono particular, resolver problemas visuales o lingüísticos que nadie había considerado, o simplemente para refrescar la imagen de una empresa. Y es que, como sabe todo usuario de cualquier procesador de palabras, no es lo mismo Times que Arial o Comic Sans: los vocablos pueden ser los mismos, mas no la experiencia del lector.
Los signos de una fuente tipográfica se trabajan en un programa especializado: hoy en día los más comunes son Robofont, Glyphs y Fontlab. El autor dibuja cada letra, número, acento y signo de puntuación colocando puntos en un plano cartesiano, lo que permite que el software los reproduzca adecuadamente. Una fuente estándar posee unos 250 signos, aunque algunas más completas rondan el millar (o más).
Al mismo tiempo, a cada signo se le define un pequeño espacio en blanco a izquierda y a derecha, para que no choque con ningún otro. Finalmente se programan algunas excepciones, llamadas pares de acoplamiento (kerning, en inglés), con las que se minimiza el riesgo de huecos excesivos o colisiones indeseadas.
En ese momento ya se puede comenzar con la cursiva o la negrita, lo que aumenta las posibilidades expresivas, pero que, a cambio, multiplica el número de signos a dibujar y espaciar, pues las alteraciones automáticas casi nunca dan buenos resultados. Por eso diseñar una familia tipográfica de calidad internacional puede tomar varios años.
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