Cúpula

La hipoteca

¿Qué es capaz de hacer una persona por amor al arte? ¿Qué préstamos alcanzan para cumplir los más grandes deseos?

La hipoteca
La hipoteca, relato Foto: El Heraldo de México

Era una mañana como cualquier otra en la Ciudad de México. El Ángel de la Independencia observaba el panorama como si nunca fuera a derrumbarse, poco sabía de lo que le esperaba en 1957; los autos paseaban por la avenida y los hombres portaban elegantes sombreros, sin duda, eso favorecía bastante a los calvos como yo. Llegué al banco cinco minutos después de lo habitual y ya estaba un cliente esperándome, me quité el saco con prisa y le indiqué que pasara.

 —¿Cómo puedo ayudarlo? Estoy a sus órdenes.

El hombre del peinado rebelde sonrió. Sentí envidia al ver su pelo, pero le regresé la sonrisa.

 —Apliqué para un crédito y me lo negaron, por lo que me veo en la necesidad de hipotecar mi casa. Aquí están todos los papeles en regla.

Lo miré con curiosidad.

—¿Está usted seguro que quiere hipotecar su casa? ¿Va a poner un negocio? —pregunté con un tono de voz que invitaba a la reflexión, nunca es recomendable apostar tu patrimonio y la experiencia me ha enseñado que las personas que lo hacen, terminan perdiéndolo todo.

—Bueno, si lo quiere ver así, la verdad es que voy a hacer una de las mejores películas mexicanas y necesito dinero para pagarle a mis actores.

Lo juzgué con la mirada y repliqué:

—Ya veo, tenemos que revisar los papeles, en cuanto tengamos noticias, se lo haremos saber.

El cineasta estrechó mi mano y dijo:

—Lo voy a invitar al estreno. ¿No le gustaría conocer a Pedro Infante?

—Desde luego que sí—mentí, sin creer una palabra de lo que me decía aquel loco soñador de pelos revueltos.

Era una tarde fría en la Ciudad de México, un lunes cualquiera. Eligieron un restaurante común y corriente para que la privacidad se sentara a la mesa. El primero en llegar fue el cineasta que cargaba sus sueños y una hipoteca, esa deuda que yo le había conseguido para materializar sus deseos. Finalmente, llegó ella derrochando carácter y personalidad, no fue fácil convencerla de que aceptara y, por lo que me contaron, se hizo del rogar hasta el límite de la chequera y de los tequilas. 

—¿Qué tengo que hacer para que aceptes, María?

—Nadie te dijo que hipotecaras tu casa, Ismael, francamente me parece que estás enloqueciendo.

 —Es que quiero verte a ti y a Pedro juntos, María bonita, María del alma —empezó a cantar el director de cine.

 —Pues invítanos a cenar un día, no necesitas hacer una película y quedarte sin casa. Eso sí, a otro restaurante, éste es más corriente que común.

 —¿No confías en mí, María?

 —No confío en ningún hombre, aunque no por eso dejan de gustarme.

 —La luna que nos miraba ya hacía ratito—volvió a cantar Ismael.

 —Está bien, acepto, pero ya deja de hacer el ridículo.

Era una noche calurosa en la Ciudad de México. El Ángel de la Independencia brillaba por su ausencia, el terremoto había arrasado con él, haciendo añicos corona, aura y alas. “Vendrán mejores tiempos”, dije como si pudieran oírme entre la estela de autos. Me había puesto el sombrero más elegante que tenía para asistir a la premier de la película Tizoc, de mi talentoso amigo Ismael Rodríguez, quien cumplió su promesa y me invitó al estreno. Desgraciadamente no pude conocer a Pedro Infante porque murió en abril de ese mismo año, pero lo vi en el largometraje que lo haría inmortal, en el que lo hizo ganar un Oso de Berlín y lo puso en las estrellas, arriba de Marlon Brando, quien estaba nominado también; esa noche disfruté la mejor película extranjera según los Premios Globo de Oro y vi en una misma pantalla a María Félix y a Pedro Infante. Ismael hizo magia y después de todo hipotecar su casa había valido la pena.

PAL

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