RADIO

Memorias de un hijo de la Radio

Los sonidos que salen del cuadrante han sido para el autor más que compañeros: son su propia historia de vida

CULTURA

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EMISIÓN. Foto: Nacho Urquiza. Cortesía Asociación de Radio del Valle de México.Créditos: Cortesía Asociación de Radio del Valle de México.

Soy un hijo de la radio. Mejor: un nieto. Porque mi abuela, Elvira Castilla, ganó en 1935 –a sus 15– un concurso de aficionados de la XEFO de la Ciudad de México, cuyo premio consistió en integrar un dueto conocido como Las Guarecitas, creación de la radiodifusora en un tiempo en que éstas tenían el poder económico, el ojo puesto en el mercado y el impulso creativo que después herederían las disqueras, las televisoras, las empresas de management. Las Guarecitas, artistas exclusivas de la casa, serían hermanas (en realidad eran compañeras de banca), michoacanas (mi abuela nació en San Alfonso, Puebla), una trigueña y una rubia que cantaron un repertorio de bolero ranchero comisionado para ellas a Chucho Monge (“Palomita”), a Ernesto Cortázar (“Yo tengo la razón”), a Agustín Lara (“Mi ranchito”). Lo que les permitió firmar contratos discográficos, primero con Vocalion y luego con Peerless, debutar en el Teatro Lírico (cantaban perchadas sobre una jícara gigantesca que alzaban en vilo sobre el escenario coristas de traje típico tarasco, cuadro redolente de las coreografías de Busby Berkeley, pero en versión purépecha), hacer giras continentales que las llevaron a debutar, en 1939, en Ondas del Lago Radio, en Maracaibo, Venezuela.

Soy un hijo de la radio. Mejor: un nieto. Porque el que a la postre devendría mi abuelo era Nicolás Vale Quintero, el fundador, dueño, presidente y director de esa Ondas del Lago de la que tan sólo 15 años antes había sido también programador, operador de cabina y locutor. Aventurero, don Nicolás (que entonces todavía no era don sino un veinteañero) vio venir el boom de la radio, se apuntó y, sin más recursos que su ingenio y una concesión tramitada con arrojo y visión, fundó su propia estación, que en tres lustros hizo crecer al punto de poder permitirse ofrecer un contrato temporal a uno de los duetos mexicanos de moda. Se prendó de la trigueña. La cortejó. Se casaron.

PRODUCCIÓN. Foto: Nacho Urquiza. Cortesía Asociación de Radio del Valle de México.

Soy un hijo de la radio. Mejor: un sobrino. Porque el tercer hijo de ese matrimonio, Raúl Vale, devino músico y cantante, recaló –como toda la familia, a resultas de un exilio político– en la patria de su madre, y ahí se hizo estrella discográfica, tan afamado como para volverse partido digno de consideración para la eterna novia de la juventud, la angelical Angélica María. Cierto: su boda fue la primera televisada en la historia –una presentación de Bacardí y Compañía, heredera de la sagacidad mercadológica de Isaac Chertorivski, pero también de un modelo de negocio (el del branded content) que nació en la radio–, pero su romance se radiodifundió. Él le escribió y grabó “Angélica” (“mujer bonita, / dulce y chiquita / que quiero tanto”), después se tendieron “Trampas” (“con mi ternura”) y, agotada la creatividad del tío, se apropió la “Eres toda una mujer”, de Albert Hammond, para seguirla romanceando en el hit parade, mientras el país entero coreaba los parlamentos de su idilio, merced a la publicación de las letras en la revista Notitas Musicales (antecedente de TV Notas, tan así que la editorial que la publica lleva en el nombre –Notmusa– la historia).

Soy un hijo de la radio. Por vía directa. Porque mi madre, Tere Vale, no canta –al menos no con remuneración–, pero vaya que ha dirigido estaciones de radio, en la primera de las cuales, ABC Radio (entonces “La Estación de la Palabra”), me inicié como asistente de producción en ese verano de 1989 en que la pobre ya no sabía cómo entretener a un catorceañero con exceso de energía. Una de mis tareas era acudir a Discos Zorba a elegir los productos de un intercambio publicitario –les producíamos unas cápsulas tituladas “La música que acompaña a la palabra”– que me llevó a descubrir a Bauhaus y a Yello, a Tangerine Dream y a Jean-Pierre Rampal. Y soy un hijo de la radio porque, en paralelo, me dejé introducir por la voz de Mario Vargas a “el sonido, la música, los teclados” de Clare Fischer –en Jazz FM–, por Charo Fernández a los Pet Shop Boys –en W FM– y por Jordi Soler a The Cure –en Rock 101–, porque espié “mermeladas” de Sofía Sáchez Navarro, en Digital 99, y fui un Guerrero de la Música 97.7 sin que ello me impidiera fascinarme por los osados experimentos de John Cage, transmitidos con arrojo por XELA.

SINTONÍA. Foto: Nacho Urquiza. Cortesía Asociación de Radio del Valle de México

Soy un hijo de la radio que ya no oye radio musical, y ni siquiera discos, sino que tiene una cuenta de Spotify. Pero, gracias a los reels de Instagram, me descubro buscando “Tik Tok songs” en Google y congratulándome cuando me topo con “Ke Cap Gap Ba Gia”, de Piu Piu, con “Va Va Vroom Vroom”, de Eduardo Luzquiños y DJ Wayn.

Entonces pienso que TikTok es también radio, si no en lo técnico, sí en lo cultural. Que el soporte radio agoniza, pero el fenómeno radio florece como vehículo de popularidad de la música, como modelo de negocio de su industria, como marcador de nuestra narrativa sentimental.

Soy un hijo de la radio, sí. ¿Acaso no lo somos todos?

Por Nicolás Alvarado