“Hay que fijarse a quién invitan y cuál es el espectáculo porque no se puede hacer promoción a actos de violencia ni apología del delito” Claudia Sheinbaum
Desde hace varias décadas, el narcotráfico y la vida cotidiana en México comenzaron un proceso de imbricación tan profundo que hoy resulta difícil trazar una línea clara entre la realidad y la ficción. Esto no es nuevo. La época del Cártel de Guadalajara, con personajes como Caro Quintero, Don Neto y Félix Gallardo, marcó un punto de quiebre. El asesinato del agente de la DEA, Enrique “Kiki” Camarena, no sólo estremeció a los gobiernos de ambos lados de la frontera, sino que también dio origen a una narrativa que ha permeado la música, el cine, las series, los libros, la forma de hablar, de vestir y, lo más preocupante, introdujo una aspiración de vida.
El grave problema es que el narcotráfico no se ha limitado a operar en las sombras. Se ha convertido en un performance que enaltece ciertos códigos, ciertos estilos de vida y, especialmente, ciertos personajes. Lo vimos hace unos días en un concierto del grupo Los Alegres del Barranco, donde durante la interpretación de una de sus canciones se proyectaron imágenes de Joaquín “El Chapo” Guzmán y Nemesio Oseguera, alias “El Mencho”. El evento desató mucha polémica acerca si dichas canciones son una manifestación de libertad de expresión o apología del delito.
Esta reflexión, sin duda válida, debe hacernos ver más allá del escándalo momentáneo. Porque el verdadero riesgo no está solo en cantar corridos o mostrar imágenes de capos, también lo es la iniciativa de tipificar como delito un fenómeno que no nace del arte, sino de una realidad social profunda. Criminalizar expresiones culturales, por controversiales que estas sean, equivale a “matar al mensajero” en lugar de enfrentar al sistema que permitió que ese mensaje tuviera sentido.
Tipificar como delito la narcocultura -en un país donde el estado de derecho es tan endeble como el nuestro- sería muy peligroso, además de abrir una puerta a la censura en el arte, el periodismo, el cine, incluso la literatura. ¿Se debería entonces prohibir una novela como La Reina del Sur? ¿Deberíamos de quitar de las plataformas una serie como Narcos? El terreno es pantanoso. La libertad de expresión no puede condicionarse al gusto o incomodidad de quienes detentan el poder, aunque, considero, sí debería limitarse.
No obstante, eso no exime otro problema aún más grave, el arraigo de la narcocultura como modelo aspiracional. Hoy no son pocos los niños que sueñan con ser sicarios o “patrones” porque en su entorno inmediato no ven otra alternativa de movilidad social. Si el éxito está ligado al dinero fácil, la impunidad, la fama y todo lo que conlleva, ¿cómo esperar que elijan otro camino? Aquí es donde la crítica no puede limitarse a las y los artistas, sino que debe señalar el daño al tejido social que ha causado la presencia del crimen organizado, muchas veces debido a que el Estado no ha sabido cubrir las necesidades de comunidades enteras a lo largo y ancho del país.
Así, debemos ser claros que la narcocultura no nació en los escenarios ni en las pantallas. Es un reflejo crudo de las fallas profundas del país. El verdadero desafío no es silenciarla, sino desmontar las condiciones que la alimentan. No basta con taparse los oídos. Hay que escuchar, entender y, sobre todo, transformar.
POR ADRIANA SARUR
COLABORADORA
@ASARUR
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