Difícilmente se puede ser insensible ante el dolor de las madres y de los padres que buscan a sus hijos desaparecidos.
Difícilmente se puede intentar negar la existencia -desde hace décadas- de campos de entrenamiento del crimen organizado en múltiples zonas del territorio nacional.
Y difícilmente se puede negar la dura realidad de un país en el que diariamente mueren o desaparecen decenas de personas, principalmente jóvenes, ya sea a manos de narcotraficantes o de otros criminales.
Y, sin embargo, frente al macabro descubrimiento del Rancho Izaguirre en Teuchitlán, Jalisco, hoy la discusión se centra en lo semántico y no en lo sustantivo: que si es o no un campo de exterminio, que si hay o no hornos crematorios, que si es el más terrible descubrimiento de los muchos que nos han horrorizado desde que comenzó esta mal llamada “guerra”.
Para efectos políticos y propagandísticos se han formado dos campos: de un lado los que niegan hasta lo evidente y se mofan de los esfuerzos de los colectivos buscadores, del otro los que recurren a la hipérbole para tratar de maximizar el impacto mediático de lo sucedido y que ahora ya le creen a las víctimas a las que tan poco caso hicieron antes.
Unos juegan al pasatiempo favorito de los políticos en el poder o cerca de él: tapar el sol con un dedo. Para hacerlo recurren lo mismo a juegos semánticos que a la negación o a la calumnia vil. Al hacerlo rebajan y dañan al gobierno y a las causas que dicen defender: burlándose del dolor de las madres, criminalizando a las víctimas, prestándose a montajes burdos.
Pero los otros también abusan, exageran: no se dan cuenta de que ante una realidad tan terrible no es necesario agregar adjetivos, que los paralelismos que intentan (con el Holocausto y sus campos de exterminio, por ejemplo) sólo ofenden a otras víctimas y restan credibilidad a sus propios señalamientos, que abaratan y trivializan una tragedia nacional, que es la de los desaparecidos.
En medio de esos dos bandos estamos nosotros, usted y yo, querido lector, querida lectora, sin saber bien a bien a quién creerle, tratando de encontrarle el sentido a una batalla de palabras y símbolos en que la gran perdedora es la objetividad.
¿Qué hacer ante eso? Informarse, investigar, hurgar un poco en la memoria. Así encontraremos, si no la verdad, al menos el contexto y el balance necesario para saber ser solidarios no con gobiernos o políticos, sino con las víctimas. Para entender que la pesadilla de los asesinados y los desaparecidos sólo puede atenderse y resolverse si la entendemos como lo que es: un asunto de Estado, de seguridad nacional, de soberanía.
Mientras no logremos algo tan básico, todo lo demás será imposible.
POR GABRIEL GUERRA CASTELLANOS
GGUERRA@GCYA.NET
@GABRIELGUERRAC
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