En el caso de las desapariciones en México, el relato es espeluznante; las madres buscadoras han sido revictimizados, se ha lucrado con la esperanza, su desesperación e ilusión. No es concebible que esto ocurra, la ecuación es errónea de origen, nos desnuda desde que el Estado fue el gran ejecutor de desapariciones.
“Lo que no se nombra, no existe”, advirtió el filósofo, George Steiner, y eso precisamente han hecho los gobiernos de este país en materia de desapariciones: el PRI más de 75 años; el PAN en sus cortitos 12 años; y es, con toda seguridad, un reclamo a la administración de AMLO y una promesa incumplida de la 4T.
Hace unos días, sin embargo, Claudia Sheinbaum (es mi percepción) por vez primera reconoció la existencia de una grave crisis de desaparecidos en México, y anunció una serie de medidas para combatir esta desgracia… Pero la tarea no se reduce a una mera voluntad política, requiere de todos, se necesita que el relato de aquello que nombremos corresponda con la realidad.
El internet, sin duda, ha democratizado el acceso a la información como nunca. Conecta a miles en todos los continentes, promueve el intercambio de conocimientos y la colaboración, pero, también, ha creado un terreno fértil para la desinformación, lo que representa una amenaza significativa para el bienestar individual y la estabilidad social.
La facilidad con que se puede difundir información ha desdibujado las líneas entre la verdad y la falsedad. El volumen, sumado a la velocidad de transmisión, dificulta que las personas distingan entre fuentes creíbles y falsas. La infodemia erosiona la confianza, alimenta las divisiones sociales e incita a la violencia.
Las redes sociales se han convertido en canales de desinformación. Los algoritmos amplifican el contenido sensacionalista, independientemente de su veracidad y bajo la cobertura del anonimato irresponsable, se da eco a todo aquello que confirme nuestros prejuicios, afianzando narrativas falsas. La desinformación limita el entendimiento, daña la reputación y socava la cohesión social. Combatirla requiere de un esfuerzo inmenso, pero, principalmente, de que nosotros mismos adoptemos la habilidad de evaluar críticamente la información que nos llega, verificando fuentes, e identificando falacias lógicas, comprendiendo la diferencia entre opinión y hecho.
Las redes sociales tienen una responsabilidad mayúscula a la hora de abordar la propagación de desinformación. Deben modificar algoritmos para priorizar fuentes creíbles; invertir en herramientas que sirvan a los usuarios para identificar y denunciar la desinformación.
Finalmente, responsabilizar a quienes difundan desinformación es crucial. Necesitamos directrices claras y mecanismos legales de aplicación para disuadir a los actores maliciosos; sancionar a quienes propaguen información demostrablemente falsa, especialmente aquella que incite a la violencia.
La desinformación absoluta, la información intencionalmente engañosa, y la difusión involuntaria de narrativas falsas tienen consecuencias devastadoras. ¿De verdad es razonable sostener como solución a nuestros problemas de violencia e inseguridad una invasión estadounidense?
POR DIEGO LATORRE LÓPEZ
@DIEGOLGPN
PAL