No soy ajeno al prejuicio en materia de cine. No veo películas de M. Night Shyamalan y cuesta convencerme de acudir a una de James Cameron: por cada Terminator trepidante anticipo una Titanic solemne. Tampoco es infrecuente verme disentir en la entrega del Oscar: tan sólo en la última década las premiadas Green Book y CODA me han parecido mediocres. Y ha llegado a ocurrirme que no me gusten películas críticas de México, no porque lo sean, sino por el tono y registro de su planteamiento: es el caso de la serie de Luis Estrada que va de La ley de Herodes –que no me disgustó– a ¡Que viva México!, que me resulta esquemática y reiterativa a estas alturas.
He manifestado esas fobias en más de una ocasión, y en algunos casos por escrito. No tengo problema, sin embargo, con que alguien postule Titanic obra maestra o vea en Shyamalan al heredero de Hitchcock: podemos disentir y, mejor, discutir. (Mi gusto por Terminator, por ejemplo, no se produjo a priori sino por influencia de terceros que me hicieron verla con otros ojos.)
Puedo entender, por tanto, que haya quien se niegue a ver la Emilia Pérez de Jacques Audiard –yo, por ejemplo, decliné en su momento La pasión de Cristo de Mel Gibson: sabía que no era para mí– o quien, habiéndola visto, manifieste su disgusto por ella. Y aun cuando la cinta me parece buena, no me faltan objeciones a su realización –el acento de Zoe Saldaña, el engolosinamiento que termina por afectar su ritmo– ni apertura a escuchar las que otros han hecho: cierto es que su tratamiento de las desapariciones forzadas en México es superficial. Lo que no puedo comprender es la ira –“el hate”, en el léxico de las redes sociales– que ha provocado en la conversación digital en nuestro país. Y si no puedo es porque parece en buena medida orquestada.
Un reel al respecto es el contenido más visto en la historia de mi modesta cuenta de Instagram; de los 270 comentarios que ha generado hasta hoy, la mayoría son derogatorios en términos muy violentos y sin argumentación –“mierda”, “bazofia”, “te roban el tiempo”, “asco”– mientras que un porcentaje pequeño pero significativo se reivindica anti woke o transfóbico. Lo que une a una buena mitad de los comentarios es su procedencia de cuentas con menos de 5 publicaciones y menos de 100 seguidores que no me seguían antes. Es decir bots y/o trolls. Todo apunta a una campaña orquestada. O a más de una.
Una película mala o irrelevante no amerita conversación: nadie discute Fifty Shades of Grey o Madame Web. En Emilia Pérez, grupos de interés con intereses ajenos al cine parecen haber encontrado una herramienta útil para distraernos de lo que debería ocuparnos o para avanzar una agenda política propia. Acaso para ambas. En ese contexto, la cinta es un daño colateral, mera carne de cañón.
También el público.
POR NICOLÁS ALVARADO
COLABORADOR
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